Hoy tengo ganas de hacer deporte,
desentumecer un poco los músculos y caminar, aproximadamente diez kilómetros.
¿No me creéis? Diréis, la norma es la norma y nadie se la puede saltar. También
es cierto que siempre hay excepciones y normas incomprensibles. Pero bueno,
tenéis razón, yo debo quedarme recluido en casa. Recluido físicamente, ¿mentalmente alguna norma impide mi recorrido? Espero que no haya
ningún intruso que venga a entrometerse en mi viaje mental y visual.
Mi particular itinerario se
inicia el día tres de abril del dos mil quince. No os intriguéis, no penséis
que empieza en aquella fecha y que continúa todavía. No, tras unas horas
caminando aquella mañana, concluyó antes del mediodía.
Comenzamos en Valero en camino
empedrado durante un pequeño tramo. Somos en total once personas, la mayor
parte animados para caminar y conocer nuevos derroteros. Hay una persona que,
aunque joven, detesta los recorridos. Se siente muy satisfecha cuando viene a
casa y no hay que andar.
El camino es empinado, no tanto que ofrezca dificultad y que el grupo
no pueda seguir mi ritmo; por cierto, acomodado el paso al consumidor. Valero
queda a nuestra derecha y el atractivo y límpido Quilama, en el fondo. Digo
límpido por las cristalinas aguas que fluyen por su cauce, no por la maraña que
inunda sus márgenes, tras años de abandono agrícola y ganadero y la incuria de
una inoperante Administración, llámese Confederación Hidrográfica del Tajo.
Tomamos la primera cerrada curva
y seguimos subiendo. A nuestra derecha surge otra senda cuyo discurrir es más
sencillo y hoy de ella nos olvidamos. Desaparece el empedrado sustituido por
piso de tierra y guijarro, a veces irregular por lo que es menester tener
cuidado.
¡Tranquilos que la pendiente no
se ha acabado! Con algún serpenteo, subidas menos acusadas, y engañosos falsos
llanos ascenderemos durante dos kilómetros o más hasta llegar al Robladillo
donde se bifurca el camino. En este primer tramo, el único exigente de nuestro
itinerario, hemos ido dejando matorrales de jara, brezo, alguna planta aromática, encinas
dispersas, en la lejanía algún castaño y más lejos aún, en la otra margen del
Quilama, olivares en paisajes de espectacular inclinación, oscuros encinares y
maquía impenetrable, robles añosos, brezales vestidos de flor morada, crioclásticas pedrizas, caminos
de inusitado trazado y cumbres otrora fortificadas. Allá queda el Porrejón, la
Hollatina, el Cervero… Y desde algún punto del camino, en lo más elevado de
nuestra margen, el Castillo Viejo con sus seniles formas y la impresionante
cerca que supera los dos kilómetros. A punto de llegar al merecido descanso,
junto al pinar, hay una dura rampa entre un precioso bosque de encinas
centenarias cuyo tronco se ha combado al unísono con el declive del terreno.
Abajo, un profundo barranco que parece ir arañando más y más como si en un
lejano futuro llegara a propiciar una captura fluvial.
Vinieron estupendas las
galletitas, el chocolate, los frutos secos y cómo no, el descanso junto al
alóctono bosque de pinos, verdadero intruso en esta tierra.
Atravesamos el pinar sombrío, de acículas
y ramaje el suelo cubierto; vemos solitarios castaños y cerezos abandonados,
huella de viejos cultivos cuando hasta el más recóndito lugar era aprovechado.
Apenas a unos metros, a la izquierda surge senda sin marca alguna;
ésta es la verdadera. La que sigue de frente lleva hacia antigua zona de huertos y otros cultivos que
han quedado en el olvido.
El camino es estrecho, fácil de
confundir si no conoces el terreno y no vas atento. Descendemos más y más entre
encinas y matorral, dispersas huellas del humano en bancales, paredes que
sostienen el camino, cercados…, y frente a nosotros viña y cerezos no hace
tanto dejados a su suerte. Este descenso tiene un encanto especial. Es umbroso,
nos acompañan hermosos troncos de viejas
quercíneas y nos hace recordar una historia no tan lejana de estas tierras,
porque el suelo es pobre, hostil al humano y sin embargo, el hombre a base de
trabajo e ingenio doblegó parte de esta naturaleza, con un sentido ecológico
que hoy en día no impera. Miramos hacia lo alto, a nuestra derecha, topamos de
nuevo con soberbias laderas que culminan en el redondeado Castillo Viejo. Rememoramos
el pasado, cuando hace décadas transitábamos estas veredas y todo estaba limpio
y cuidado, cuando el caprino, el mejor de los ganados adaptado a este matorral
hoy intransitable, mantenía despejadas las trochas y monte bajo. Se habla que
en algún tiempo del pasado siglo las cabras de Valero superaban las cuatro mil.
Conocimos a los pastores desde que con dieciocho años pisábamos estos parajes e
incluso hicimos amistad que perdura con el amigo Chan, el más ágil y mejor cuidador del ganado entre cuantos hollaban
estos montes.
Cuando llegamos a terreno más
suave, vamos sintiendo la humedad y el discurrir de una pequeña corriente. Los
helechos ocupan un buen espacio, apenas dejan indicio de senda que al instante
se abre nuevamente al cruzar el regato.
¡Sorpresa! A la izquierda del
camino, una magnífica cortina con nogales y a continuación otra con cerezos. ¡Lástima,
probablemente los dueños son muy mayores y el lugar está lejos para venir a
cultivarlo o quién sabe, quizá los hijos han perdido la ilusión al no
proporcionar ningún rendimiento y sí mucho trabajo! No sería extraño que antaño
en estos cortinales sembraran patatas, berzas o remolacha y aprovecharan las
aguas de la vecina corriente. Una destartalada caseta posiblemente sirvió para
guarecerse en momentos de lluvias o tormentas.
La otra orilla es de vértigo. A
la enorme pendiente de arbustos y encinas sucede un territorio arriscado no
apto para los humanos, sí para los depredadores de estas latitudes.
Llegamos a la confluencia de los
regatos. Es necesario cruzar el que en
los mapas figura como el arroyo del Horcajo y trae suficiente agua como para
entorpecer el paso. ¿Qué hacemos, nos descalzamos o corremos el riesgo de que
alguno caiga al charco? Colocamos algunas piedras en la corriente y entre desequilibrios,
pequeño remojo y risas, cruzamos.
A mayor o menor distancia ya no abandonamos el regato hasta que rinde
sus aguas al Palla. El valle es la perfecta V fluvial, las laderas aparecen
desgarradas por una violenta erosión que deja al desnudo la roca madre en buena
parte del trayecto, la vegetación de las vertientes es de pobreza inusitada y
el camino, un sube y baja entre las rocas que le sirven de firme y las que el
hombre ha establecido para poder mejor transitar. En el cauce del río y en
otros reductos se apiña el arbolado frente a la carencia en el anteriormente
descrito. El hermoso camino es el típico de herradura en el más anfractuoso de los
escenarios.
El agua que se desliza por la pizarra o forma
pequeños charcos alegra el paso de los caminantes. Es la grata sinfonía en
medio del silencio que se respira en estos apartados lugares que a pesar de la
lejanía y adversidad del terrazgo muestra indicios, al margen del camino, de
antigua explotación. ¡Qué paredes más insólitas a nuestros pies y sobre el
regato! Paredes de maestría que no parecen de humanos. Nos embarga pensar en
tanto trabajo, seguramente lustros para concluir algunos de estos soberbios
paredones de pequeños cantos de pizarra. ¡Y qué bien aplomados!
La belleza no está reñida con la
pobreza; por eso, si tuviéramos que decantarnos por pobres
paisajes serranos a la par que bellos, con seguridad que nos decantaríamos por
este tramo en el que la virginal estética, la paz, los más primigenios olores
del campo, de la flor, la roca, el árbol nos cautivan mientras caminamos.
¡Chicos, aligerar el paso! ¡A ver
si a la remolona tenemos que ofrecerle
un regalo! Ya en un santiamén estamos, descendemos esta pequeña bóveda arbórea
entre encinas y madroños y llegamos a las piedras del
descanso. Chorizo, queso, refrescos y de vino un buen trago y a correr.
Ésta es una sombra deliciosa sobre
lisas pizarras al borde del regato. Estamos al lado de donde el Horcajo se une
al Palla, colector mayor que labra un paradisíaco valle.
Cruzamos de nuevo el pequeño
arroyo y emprendemos nuestro último trecho del itinerario, aunque haremos una pequeña parada en la cascada de Gancho Bermejo. Vamos
a cierta distancia del cauce, continuando la orilla izquierda del Palla sin que
en ningún momento perdamos la sinfonía del grato discurrir de la corriente. Sobre nosotros se eleva un
inhóspito paisaje, más propio para los animales silvestres que para los humanos y no obstante se aprecia
algún retazo de primitiva ocupación, así como entre la senda y el regato.
Mirar hacia la orilla derecha del
cauce embelesa los sentidos. Es ladera densa de follaje, de arboleda tupida y
rico sotobosque, de dispares verdes, de grises pedrizas y arriscadas cuarcitas
que culminan cual ruiniformes castillos. ¡Y pensar que en algunos de los
abrigos rocosos dejó el hombre prehistórico su impronta y que desde el alejado
Valero llegaban a esta ladera a recoger las castañas!
Hoy es una selva complicada de
transitar, paraíso de la fauna silvestre donde, salvo en ocasiones, no tiene al
hombre como competidor, donde tiene refugio y alimento en abundancia. ¡Qué
felices deben vivir los buitres, las varias parejas de águilas, la cigüeña
negra, el jabalí y el zorro! Hace décadas que el lobo cerval desapareció de
estas sierras. Verdadera pena.
Nos encontramos sobre la cascada
de Gancho Bermejo o Cascada de la Palla, preciosa caída de limpias aguas y
cristalino y redondeado charco en el que refugiarse de los rigores del estío.
Apenas veinte minutos y llegamos
al final del trayecto. ¡Ánimo chicas que por lo bien que os habéis portado
meréis un premio! ¿Estáis de acuerdo? Responden, “hombre, por supuesto”.
El paisaje humanizado ya no es el
que fuera. Hay mucho espacio abandonado aunque se conservan olivos cuidados
junto al camino. Se mantiene una era de losas de pizarra como testigo de que a
pesar de los pronunciados declives y escasez de tierra hábil fue ámbito
explotado. No faltan los preciosos muros con sus escaleras de acceso al bancal
ni tampoco las arriesgadas paredes para hacer transitables los caminos con las
bestias de carga.
Llegamos a la Junta de los Ríos,
Quilama y Alagón y aquí finaliza nuestra excursión del día.
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Me preguntaréis si me he cansado,
si he disfrutado, que cómo me encuentro. Sinceramente pletórico, sin agujetas,
sin ningún atisbo de cansancio y con ganas de repetir. ¿Verdad que cuántos han
realizado esta ruta conmigo a pie repetirían?
Espero que quienes la habéis
realizado a través de imágenes y letra impresa no os hayáis desmayado en el
camino por cansancio o inanición.
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