El día veintiséis de abril de dos mil quince
era domingo y “si Dios tenía agua que caer”, expresión habitual en nuestro
pueblo, era uno de esos días. Yo no veía día apropiado para paseos y naturalmente
tampoco para fotos. Otras personas, sin embargo, tenían proyectada excursión y
religiosamente iniciaron la marcha. Desde casa tomé las instantáneas del
correr del regaderón, el agua saliendo
por los huecos de las paredes y desde el balcón
superior capté a los senderistas subiendo la Cuesta del Cancho, justo
cuando más llovía.
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