Pasan los años y aún recordamos
aquella clase en la Facultad acerca de la facendera, la vecera, los trabajos comunales y la vida en
la montaña leonesa. Trataba sobre la alta cuenca del Esla donde Riaño funcionaba
como centro neurálgico en aquel cruce de
caminos hacia el Pontón y Piedrasluengas, hacia
Pandetrave y San Glorio…, allí donde la vecera y los trabajos comunales
eran prácticas habituales. Coincidía con el momento en que los periódicos también
se hacían eco de la traumática cirugía del paisaje y del desaguisado que se
pretendía llevar a cabo en la zona.
Años después, una tarde de
principio de Julio conocimos Riaño. Descendíamos desde el Pontón aquel día de
grato recuerdo en el que el sol brillaba más que nunca, las praderas, plenas de floración tardía
y los riachuelos resplandecían , los
rosales silvestres vestían sus mejores galas, los hayedos eran verdes,
frondosos e inmensos y las rocas calcáreas blancas, casi nieve.
Riaño surgió de forma
sorprendente en el descenso de la cuesta por donde varias mujeres arreaban
vacas por medio de la carretera. Visita relámpago del lugar para seguir los
pasos del Esla hasta la colosal pared de la futura presa con el pensamiento de
que posiblemente nunca más volveríamos a ver el valle y el caserío tal como
ahora lo contemplábamos.
Pasaron varios años para que se
llevara a cabo la demolición del pueblo, período durante el cual fueron
frecuentes los viajes tanto a Riaño como a Valdeón, Sajambre y el valle
cántabro de Liébana. Riaño era unas
veces meta; otras antesala para los diferentes recorridos por la montaña
leonesa de Los Picos; ocasionalmente para el contacto con la Liébana. Fue Riaño
lugar de múltiples vivencias, de charlas prolongadas, de refrescantes cervezas,
de espera en la carnicería, de carne asada en las márgenes del río, de paseos
por los alrededores, de tardes junto al Esla contemplando los chopos en los que
anidaban las cigüeñas. Riaño nos ofrecía imágenes de insólita belleza, praderas
teñidas de capilotes, montes del
amarillo de la escoba o la genista, retazos en los que surgían las peonías, las
“rosas de las peñas” como por aquí decían. En más de una ocasión fue refugio
ante la dificultad de establecer la tienda en lo alto de los puertos sumidos en
la niebla, un hábito que se nos antojaba como gran privilegio en momentos de
bonanza para ver amanecer desde Panderrueda, Pandetrave o San Glorio.
En sucesivos viajes vimos cómo el
monte por encima del pueblo se allanaba. Vimos cómo empezaban a surgir los
primeros edificios, tan frágiles y pobres que parecían barracas momentáneas. El
lugar nos parecía desprotegido y
expuesto a todos los vientos.
Siguieron los años de creación de
infraestructuras y las polémicas. Entre 1986 y 1987 comenzaron desalojos y
destrucción de viviendas, tarea que continúo durante 1988, último año en el que
contemplamos la ubicación, el movimiento de las máquinas y el allanamiento del
lugar. Se pretendía que no quedara piedra sobre piedra. Había que evitar
recuerdos y nostalgias, difícil pretensión para quienes allí vivieron y para
quienes guardamos la imagen en la mente y desgraciadamente no en el celuloide.
Después veríamos el valle anegado y el viaducto funcionando
así como un pueblo de colores que, como alguien ha dicho, “por una ironía del
destino bautizaban como pueblo de Europa”.
Nunca más Riaño fue lo mismo. Se
convirtió en simple lugar de paso hacia los bellos paisajes de los Picos de
Europa, “góticas peñas” en versos de Gerardo Diego. Oseja de Sajambre, Soto de
Sajambre por un lado; a veces
desplazamiento hasta las asturianas Cangas y la marítima Ribadesella; otras
hasta Potes, Cosgaya (estupendo cocido del hotel el Oso), Espinama…; otras
hasta Posada de Valdeón, Cordiñanes y Caín que fueron destinos frecuentes desde
donde realizar largas caminatas por las sendas del Sella, del Cares y con menor
asiduidad por los elevados escarpes de los Macizos Central y Occidental.
Eran tiempos en los que los Picos
de Europa no habían alcanzado la masificación actual. En los postreros
recorridos, el trajín, el rosario humano y a veces los descuidos de los
viandantes han hecho perder el encanto del que disfrutábamos en las soledades
de las Fuentes del Infierno, de la ermita la Corona, la Peguera, la Jarda, el
puente del Rebeco o el del Bolín, el Mirador del Oso, Espinama…, donde fueron
las flores encubridoras de los amores con la mozuela de Bores tal como canta el
Marqués de Santillana, “ mozuela de Bores
con la que vime en amores y fueron
las flores de cabe Espinama las encobridores”.
Ello no es óbice para que el
conjunto montañoso se mantenga como uno de los más emblemáticos y bellos de
nuestros territorios y para que el simple recuerdo nos colme de la satisfacción
de tantas y tantas sensaciones vividas en estas tierras.