Con paso lento, observador y reflexivo espíritu, en la soledad de
templada mañana, iniciamos senda conocida. Transitamos viejo camino arriero, aquel por el que tantos
serranos atajaban con ganado mular hacia
los mercados del llano, unos con cargas de uvas, otros de ciruelas, manzanas,
vino, aceite, patatas tempranas u otros frutos de las tierras profundas que
surca el Alagón, artífice de un dilacerado paisaje de escabrosas vertientes y
escasas tierras horizontales, territorio donde el hombre se afianzó desde
remotos tiempos modelando las laderas
con paredones de heroica agricultura.
Poco queda de aquel
paisaje-jardín en el que tantos frutos crecían con el inusitado esfuerzo de
nuestros antepasados, en el que no contaban las horas ni los días en pro de
subsistir, en el que ante la difícil orografía todo era trabajo, sudor y muy
pocas las alegrías. Aunque quizás nos equivocamos. Es evidente que hubo profundos y gratos sentimientos, silenciosos, callados, sin externa expresión ante las pequeñas cosas del acontecer diario, ante las propias obras o ante las sorprendentes y sucesivas manifestaciones de la naturaleza...
Vamos por tierra abrigada, por la
margen derecha del río que murmura entre el pulido granito. Junto al
camino, semejante a gran losa dolménica, hallamos bajo ella un abrigo que
sostiene pilar central compartimentando el reducido espacio. Al lado, viejas
vides residuales y olivos cuyo fruto no ha sido recogido. Hermosos muros
protegen las exiguas propiedades mientras los paredones de ancestral cultivo
abandonado escalan la ladera entre bloques redondeados y masa arbórea
reconquistadora del terrazgo.
El verde musgo cubre las rocas, diferentes líquenes piedras y troncos de árboles, los almeces surgen entre diaclasas, el rusco luce el rojo de sus
eméticos frutos, el quejigo marcescente aún mantiene parte de su follaje ocre
amarillento, los madroños te alegran la vista con sus flores y frutos a la par
que diriges la mirada hacia el azul del
cielo en naturaleza viva, no soñada.
De vez en cuando detienes el paso
en la vereda que asciende en continuo serpenteo. Contemplas el trazado, las hojas de roble tapizando tramos, la roca
tajada y los ciclópeos bolos, pequeñas covachas que posiblemente sirvieron como
cobijo, la encina que surge al borde del camino, el durillo de hoja perenne y
violáceos frutos, la cornicabra, los pequeños helechos al amparo del húmedo
suelo bajo la roca, verdes y carnosas
plantas nacidas entre las fisuras que rezuman las aguas de la lluvia, las
peñas caballeras y las paredes engullidas por la voraz naturaleza que busca
retornar al lejano pasado en el que la
intervención humana no había hecho acto de presencia...
Llegado un momento, el viandante se sienta
sobre la roca, mira en rededor y observa la ladera de enfrente, umbrosa y tan
diferente a esta que pisamos, no por ello menos importante para el tradicional
cotidiano sustento. En estos instantes piensa en la que fue senda de incesante trajín humano y ahora es vía de placer para
el caminante solitario que disfruta y reflexiona sobre todo aquello que le
rodea, sobre tantas cosas que le manifiesta el comportamiento de la naturaleza y el primitivo legado del hombre que pobló estos
pagos. Piensa que quienes nos precedieron interpretaron de manera sutil cada uno de los signos de la naturaleza, el sol, el frío, la lluvia, los hielos, las nieves , las tormentas, los amaneceres y atardeceres, las estrellas, el crecimiento de las plantas, las buenas y malas cosechas...Es seguro que nuestros hombres y mujeres de campo disfrutaron viendo prosperar los frutos, las soleadas mañanas de invierno o las agradables primaveras, la comida en el campo en la solana o al lado de una hoguera, las sombras cuando el calor arreciaba, las sedes saciadas en las fuentes frescas, la charla con el vecino que cava, poda o ara, la botella de vino compartida, la pared perfectamente aplomada...
Pero al caminante le acucian otros pensamientos esta mañana. Han surgido de repente, como un inmediato sarpullido. Está mirando al fondo, por donde discurre el Alagón. Contempla la basura de sus orillas tras las últimas crecidas y la ausencia de fauna ante la inmundicia de las aguas. Piensa en esta naturaleza vilipendiada por mor de la ignorancia y el omnímodo poder de quienes desde el despacho dicen ser vigías y garantes del buen estado de las corrientes, aquellos que infravaloran los conocimientos de quienes desde antiguo poblaron estas tierras y "desprecian cuanto ignoran". Piensa también en la degradación de la educación, en la ineptitud y prepotencia que genera, que conduce hacia fuerza destructiva cuando se carece de argumentos.Piensa que todo pasa, los años y los siglos y que, las leyes de la naturaleza no entienden las ignorancias y egoísmos humanos tantas veces devastadores del medio. Recapacita acerca de las contradicciones propias y ajenas que nos devoran acá y allá, que impiden la armonía, la paz y un desarrollo sostenible. Y es que, aunque tiene ante sí un hermoso día no puede sustraerse de pensar...Y pensar aquí..., en medio de esta naturaleza que ora nos inquieta, ora deleita nuestros sentidos y tantas lecciones nos da.