Estamos en Cabezabellosa. Desde
las primeras casas de la localidad dirigimos nuestros pasos hacia el otro extremo
de este pueblo acostado en la
vertiente que mira hacia el extenso y
hermoso valle. Contemplamos el monumento al cabrero y por sinuoso itinerario
urbano buscamos la salida hacia la Dehesa siguiendo las indicaciones de una
vecina del lugar. Caminamos con paso lento disfrutando la pulcra arquitectura,
las aseadas calles, la tibia atmósfera y el agradable olor de la cocina o la
limpia ropa tendida.
Nada inquieta en esta mañana de inicio de otoño. Al
animado senderista, con bastón en mano y mochila a la espalda, acompaña el
límpido cielo azul, la suave temperatura y prolongado silencio al paso por
el amplio camino de comienzo de itinerario. Las paredes de granito
aíslan la pista, propiedades cultivadas
unas, bastante abandonadas otras y praderías con su típica caseta de piedra de
uso ganadero. A la derecha se observa el voluminoso monte de granito que corona
la ermita de Nuestra Señora del Castillo y el mirador sobre el Ambroz. Se
percibe el olor de humedad de las pasadas lluvias, el de la higuera cercana y
de inmediato el del ganado vacuno que pasta en la Dehesa.
Abandonada la vía agrícola, sin
senda marcada y buscando el mejor ascenso entre bloques que cubre el musgo y
gruesos robles en ladera umbrosa, el mugido de las vacas se escucha cercano
mientras aparecen dispersas entre las piedras y robles dominantes. Llama la
atención un corral en la subida, restos de camino empedrado que serpentea, una
tumba excavada en el granito y un lagar de único tanque en bloque aislado. No
menos sorprenden las piedras alrededor
de algunos árboles y tanto y tanto material desgajado que cubre el suelo. La
huella del pasado está presente aunque para el ajeno a esta tierra sea difícil
interpretar de forma integral la dinámica seguida por este paisaje a lo largo
de los tiempos.
Tras el primer repecho se llega a
terreno más llevadero y despejado. Varios apriscos, intuimos que otrora del
caprino, surgen al paso; se percibe
abandono en las paredes de piedra en seco y en el interior de uno de ellos,
completamente cubierto de zarzas.
Continuamos camino agrícola por un pequeño trecho para de
nuevo, sin rumbo fijo, internarnos entre los enormes berrocales que dominan la
escena con sus bolos, peñas oscilantes, caprichosos cabalgamientos…; apenas hay
espacio donde crezca la hierba y los
raídos cantuesos.
A cierta distancia se contempla
Cabezabellosa que despliega su caserío en cuesta hasta las proximidades del
singular monte de la ermita. Hermosa perspectiva en la que percibir tantas facies
del paisaje, desde los pobres pastizales al frondoso robledal, los cultivos en
terrazas, el bonito conjunto urbano, el valle profundo y al fondo el azulado
perfil de las salmantinas sierras.
Junto a paso canadiense una
pareja senderista disfruta el panorama, se aproxima a las quitameriendas
surgidas los últimos días, pregunta su nombre y si es posible llegar al pueblo
por el itinerario que nos han visto llegar. Damos respuesta a sus preguntas y
percibimos que son extranjeros con ansias de conocer. Entienden y hablan bien
nuestra lengua por lo que es fácil darles las correspondientes explicaciones.
Continuamos por vía asfaltada
hasta dar vistas al valle del Jerte. Aquí volvemos a territorio sin veredas si
no son las trazadas por el ganado. A nuestra izquierda se eleva majestuoso un
monte descarnado cuyos enormes bloques aparentan desprenderse en cualquier
momento. ¡Miedo da mirarlo! En las faldas de la montaña crecen castaños repletos de amarillos erizos y
robles de imponente presencia junto a otros cultivos.
En nuestro deambular, las desnudas
piedras ocupan grandes espacios que vierten hacia el Jerte. Abajo divisamos el
Valle con las aguas azul turquesa del embalse y un panorama brumoso en
lontananza.
Junto a un cercado localizamos el viejo camino, “la
calleja”. Diáfano al principio, poco a poco se estrecha. Zarzas y diferentes
tipos de matas devoran lo que en el
pasado debió ser un itinerario bastante transitado. En el trayecto, varias
pilas de granito comunicadas entre sí sirven de abrevadero para el vacuno,
única ganadería que hemos visto en la zona. En la pendiente ladera se suceden
cercas de granito que aíslan praderías y majadas refugio para hombre y ganado. Y en
medio de los extensos pedregales, señeros
robles pueblan áreas de estas abruptas
vertientes, dan sombra a la senda y alegran la vista con sus enormes troncos y
voluminosas copas de intenso verdor.
Llegado un momento, desaparece la
vegetación arbórea, el camino se empina en pequeño trecho, varios hitos indican
la ruta, escobones y pedregal vuelven a adueñarse de un dilatado yermo en el que las formas del berrueco deparan un
estético y pedagógico marco.
La senda se pierde; mejor
dicho, la perdemos. Deseamos vagar entre
la desnudez pétrea, la soledad y el silencio que inunda el vasto territorio que
pisamos. Es sobrecogedor caminar y
caminar entre las abióticas entrañas y descubrir que el hombre y su ingenio han
sacado fruto al más pobre y lampiño espacio que podamos imaginar. ¿Qué
significan esas piedras en semicírculo sobre el amplio lanchón, qué los
pequeños círculos, qué las piedras hincadas en la triste y escasa tierra, qué las construcciones de
reducidas dimensiones simulando corral…? ¿Y dónde y cómo cultivaron la vid para
más tarde exprimir el fruto en esas lagaretas al aire libre?
En esta mañana otoñal en la que
el sol quema a la hora del mediodía y el cálido viento del sur comienza a
soplar es imposible sustraerse y no pensar en cómo pudo ser la vida décadas
atrás en estas altas tierras de soledad, en el pastoreo del caprino y del
ovino, en las interminables jornadas del cabrero con lluvia que calaba hasta
los huesos, sin ropa de protección, sin otro refugio que no fuera el de las
peñas, sin otra compañía que el perro de carea y el diseminado rebaño. Quizá el
fuego en los abrigos rocosos fue la
manera de protegerse del frío, quizá esos círculos de piedra fueran la base de
chozos donde guarecerse…Dura vida sin duda, hoy desaparecida en esta Montaña
Tras la Sierra, cuando según nos refieren más de veinte mil cabras estaban
censadas en el municipio. Unas pastaban por aquí, otras en las dehesas. Eran
los tiempos en los que queso y cabritos abundaban y venían a comprar desde largas distancias.
Mientras tratamos de imaginar la
historia pasada, vamos de piedra en piedra, subimos y bajamos, nos fijamos en
la ingente cantidad de marmitas en los berruecos, observamos el cantueso y la
dedalera que surgen entre las rocas, los festones herbáceos y las diminutas campanillas de otoño
zarandeadas por el viento.
Nos acercamos a una majada vacía,
pasamos junto a amplio cortinal donde crecen los castaños, dejamos a nuestra
izquierda la verde y amarilla floresta y, tras corto recorrido, desde los altos
canchales nos asomamos al Jerte, al valle de los cerezos. Hay sensaciones,
emociones, placer momentáneo que es imposible transmitir. Sentarse largo rato
sobre la limpia roca, respirar profundo, oler el cantueso hollado, contagiarse
de cuanto te rodea, mirar y mirar hacia el fondo del valle, laderas habitadas y
doblegadas, imaginar hombre y naturaleza, pasada historia y presente; en
definitiva, sentirte parte de esa bella naturaleza, colma cualquier esfuerzo
anterior, lleva la paz al alma. El alma sosiega.
Volvemos sobre nuestros pasos y poco a poco
nos aproximamos al robledal. Buscamos la sombra y la protección del fuerte
viento que sopla en el descampado. Impresiona sumirse en esa añosa masa
forestal que alberga recientes pastos en
medio de tanto y tanto canto disperso. Es un dulce paisaje de verdes
contrastados en el que el mugido del ganado cada vez es más frecuente.
Estamos a poca distancia de ver el patrón del
bosque, el Romanejo o Roble del Acarreadero. Al lado de uno de los más
singulares árboles de nuestra geografía, bajo cuya sombra, según dicen, podrían
acogerse mil ovejas, vemos reflejada la historia de seiscientos años. Es
obligado detenerse y admirar su majestuosidad, disfrutar momentos únicos ante
monumento natural. Con toda seguridad, son muchos los árboles que en estos
pagos superan los doscientos y
trescientos años. Contemplarlos tranquilamente, sin nadie que obstaculice la
vista ni rompa la paz, es ser privilegiado. Es el desbordante y emocionado colofón
al esfuerzo del camino realizado.