viernes, 22 de diciembre de 2023
domingo, 29 de octubre de 2023
RUTA E IMÁGENES.
Iniciamos camino. Es mañana de
más nubes que claros, no llueve y no parece que la lluvia sea inminente aunque
anuncian aguaceros a lo largo del
día.
Descendemos hacia el río. Desde
lo alto del puente se ve cómo fluye un pequeño caudal entre las blanquecinas lamidas rocas. Se escucha caer el agua
en el Chorrero hacia la Pesquera de Abajo al tiempo que sale el sol e ilumina
el cauce donde los fresnos ribereños van tomando color otoñal. Los alisos se
mantienen verdes así como robles, quejigos y castaños que contemplamos desde el
extremo del puente en el senil monte del Castañar.
Comienza el Atajo. Mientras caminamos en la sombra, luce un pálido sol en las vertiginosas laderas del Cancho. Ante el objetivo, diversidad de verdes tonalidades contornean resaltes de ocres pizarras teñidas de líquenes indicadores de calidad medioambiental. Recrearse en ese bello espacio es uno de los muchos placeres que ofrece esta naturaleza virginal.
Artesanas paredes de pizarra sostienen la tierra del prístino bancal al que se accede por no menos artesanales pasos de escalera que cubre el verde y esponjoso musgo. Sin duda, obra ancestral de agricultura heroica que agoniza.
Al borde de la senda uno de los
muchos espinos que crecen por aquí está cuajado de pequeños rojos frutos, las majuelas o majoletinas, por
estas tierras llamadas manolitas. Dicen
que antaño hacían mermeladas y eran consumidas en épocas de carencia. Es alimento
de aves durante las estaciones frías las cuales contribuyen a la propagación de
majuelos con la dispersión de sus
semillas. Sus espinas son peligrosas, no así hojas y flores utilizadas en la medicina popular.
La senda que sube sin cesar proporciona rincones de atmósfera singular en los que detienes el paso y recreas la mirada en árboles y arbustos que sombrean un trecho del camino.
Sales del túnel arbóreo y diriges tus ojos hacia las hojas de guindos y cerezos que regalan bellos colores de otoño. Ascendiendo vas ampliando el horizonte a la par que la tenue luz frontal deja idílicas imágenes que captamos para el recuerdo. Observamos puente y pueblo durante un rato, suficiente para tomar aire y disfrutar de privilegiada perspectiva.
Pronto nos introducimos en un paraje de encinas combadas en ladera, otras que surgen en las diaclasas del granito, madroños que muestran rojos frutos, musgo iluminado en rocas y troncos, mullido suelo sembrado de bellotas y hojas de la encina…
A través de escalonado paisaje en el que pervive el cultivo de la vid y otros frutos vamos llegando a más altas y venteadas tierras abandonadas que la naturaleza reconquista con avidez. Por doquier indicadores de un pasado en el que el hombre estuvo presente, cientos de paredes, lagares, ermita en ruinas, tumbas excavadas, refugios naturales, restos de primitivo poblamiento… En estas y otras tierras donde ramoneaba el caprino aparecen insaciables repoblaciones de pinos y eucaliptos que ganan terreno al monte primigenio e introducen una nota discordante respecto a los usos del pasado.
Abandonado el viñedo, la trepadora cepa resiste el paso del tiempo, mezcla sus frutos con los del espino y el roble aferrada a roca que la protege del norte.
Desde aquí nos dirigimos a los altos bolos graníticos desde donde divisamos el fondo del valle y alcanzamos lejanos horizontes hacia el este, sur y oeste.
Pocas panorámicas con tanta profundidad del Valle del Alagón donde pueda apreciarse el zigzagueante curso y la impresionante disección fluvial.
martes, 17 de octubre de 2023
EN LA MONTAÑA TRAS LA SIERRA
Estamos en Cabezabellosa. Desde
las primeras casas de la localidad dirigimos nuestros pasos hacia el otro extremo
de este pueblo acostado en la
vertiente que mira hacia el extenso y
hermoso valle. Contemplamos el monumento al cabrero y por sinuoso itinerario
urbano buscamos la salida hacia la Dehesa siguiendo las indicaciones de una
vecina del lugar. Caminamos con paso lento disfrutando la pulcra arquitectura,
las aseadas calles, la tibia atmósfera y el agradable olor de la cocina o la
limpia ropa tendida.
Nada inquieta en esta mañana de inicio de otoño. Al animado senderista, con bastón en mano y mochila a la espalda, acompaña el límpido cielo azul, la suave temperatura y prolongado silencio al paso por el amplio camino de comienzo de itinerario. Las paredes de granito aíslan la pista, propiedades cultivadas unas, bastante abandonadas otras y praderías con su típica caseta de piedra de uso ganadero. A la derecha se observa el voluminoso monte de granito que corona la ermita de Nuestra Señora del Castillo y el mirador sobre el Ambroz. Se percibe el olor de humedad de las pasadas lluvias, el de la higuera cercana y de inmediato el del ganado vacuno que pasta en la Dehesa.
Abandonada la vía agrícola, sin
senda marcada y buscando el mejor ascenso entre bloques que cubre el musgo y
gruesos robles en ladera umbrosa, el mugido de las vacas se escucha cercano
mientras aparecen dispersas entre las piedras y robles dominantes. Llama la
atención un corral en la subida, restos de camino empedrado que serpentea, una
tumba excavada en el granito y un lagar de único tanque en bloque aislado. No
menos sorprenden las piedras alrededor
de algunos árboles y tanto y tanto material desgajado que cubre el suelo. La
huella del pasado está presente aunque para el ajeno a esta tierra sea difícil
interpretar de forma integral la dinámica seguida por este paisaje a lo largo
de los tiempos.
Tras el primer repecho se llega a terreno más llevadero y despejado. Varios apriscos, intuimos que otrora del caprino, surgen al paso; se percibe abandono en las paredes de piedra en seco y en el interior de uno de ellos, completamente cubierto de zarzas.
Continuamos camino agrícola por un pequeño trecho para de
nuevo, sin rumbo fijo, internarnos entre los enormes berrocales que dominan la
escena con sus bolos, peñas oscilantes, caprichosos cabalgamientos…; apenas hay
espacio donde crezca la hierba y los
raídos cantuesos.
A cierta distancia se contempla Cabezabellosa que despliega su caserío en cuesta hasta las proximidades del singular monte de la ermita. Hermosa perspectiva en la que percibir tantas facies del paisaje, desde los pobres pastizales al frondoso robledal, los cultivos en terrazas, el bonito conjunto urbano, el valle profundo y al fondo el azulado perfil de las salmantinas sierras.
Junto a paso canadiense una pareja senderista disfruta el panorama, se aproxima a las quitameriendas surgidas los últimos días, pregunta su nombre y si es posible llegar al pueblo por el itinerario que nos han visto llegar. Damos respuesta a sus preguntas y percibimos que son extranjeros con ansias de conocer. Entienden y hablan bien nuestra lengua por lo que es fácil darles las correspondientes explicaciones.
Continuamos por vía asfaltada
hasta dar vistas al valle del Jerte. Aquí volvemos a territorio sin veredas si
no son las trazadas por el ganado. A nuestra izquierda se eleva majestuoso un
monte descarnado cuyos enormes bloques aparentan desprenderse en cualquier
momento. ¡Miedo da mirarlo! En las faldas de la montaña crecen castaños repletos de amarillos erizos y
robles de imponente presencia junto a otros cultivos.
En nuestro deambular, las desnudas piedras ocupan grandes espacios que vierten hacia el Jerte. Abajo divisamos el Valle con las aguas azul turquesa del embalse y un panorama brumoso en lontananza.
Junto a un cercado localizamos el viejo camino, “la calleja”. Diáfano al principio, poco a poco se estrecha. Zarzas y diferentes tipos de matas devoran lo que en el pasado debió ser un itinerario bastante transitado. En el trayecto, varias pilas de granito comunicadas entre sí sirven de abrevadero para el vacuno, única ganadería que hemos visto en la zona. En la pendiente ladera se suceden cercas de granito que aíslan praderías y majadas refugio para hombre y ganado. Y en medio de los extensos pedregales, señeros robles pueblan áreas de estas abruptas vertientes, dan sombra a la senda y alegran la vista con sus enormes troncos y voluminosas copas de intenso verdor.
Llegado un momento, desaparece la vegetación arbórea, el camino se empina en pequeño trecho, varios hitos indican la ruta, escobones y pedregal vuelven a adueñarse de un dilatado yermo en el que las formas del berrueco deparan un estético y pedagógico marco.
La senda se pierde; mejor
dicho, la perdemos. Deseamos vagar entre
la desnudez pétrea, la soledad y el silencio que inunda el vasto territorio que
pisamos. Es sobrecogedor caminar y
caminar entre las abióticas entrañas y descubrir que el hombre y su ingenio han
sacado fruto al más pobre y lampiño espacio que podamos imaginar. ¿Qué
significan esas piedras en semicírculo sobre el amplio lanchón, qué los
pequeños círculos, qué las piedras hincadas en la triste y escasa tierra, qué las construcciones de
reducidas dimensiones simulando corral…? ¿Y dónde y cómo cultivaron la vid para
más tarde exprimir el fruto en esas lagaretas al aire libre?
En esta mañana otoñal en la que el sol quema a la hora del mediodía y el cálido viento del sur comienza a soplar es imposible sustraerse y no pensar en cómo pudo ser la vida décadas atrás en estas altas tierras de soledad, en el pastoreo del caprino y del ovino, en las interminables jornadas del cabrero con lluvia que calaba hasta los huesos, sin ropa de protección, sin otro refugio que no fuera el de las peñas, sin otra compañía que el perro de carea y el diseminado rebaño. Quizá el fuego en los abrigos rocosos fue la manera de protegerse del frío, quizá esos círculos de piedra fueran la base de chozos donde guarecerse…Dura vida sin duda, hoy desaparecida en esta Montaña Tras la Sierra, cuando según nos refieren más de veinte mil cabras estaban censadas en el municipio. Unas pastaban por aquí, otras en las dehesas. Eran los tiempos en los que queso y cabritos abundaban y venían a comprar desde largas distancias.
Mientras tratamos de imaginar la
historia pasada, vamos de piedra en piedra, subimos y bajamos, nos fijamos en
la ingente cantidad de marmitas en los berruecos, observamos el cantueso y la
dedalera que surgen entre las rocas, los festones herbáceos y las diminutas campanillas de otoño
zarandeadas por el viento.
Nos acercamos a una majada vacía, pasamos junto a amplio cortinal donde crecen los castaños, dejamos a nuestra izquierda la verde y amarilla floresta y, tras corto recorrido, desde los altos canchales nos asomamos al Jerte, al valle de los cerezos. Hay sensaciones, emociones, placer momentáneo que es imposible transmitir. Sentarse largo rato sobre la limpia roca, respirar profundo, oler el cantueso hollado, contagiarse de cuanto te rodea, mirar y mirar hacia el fondo del valle, laderas habitadas y doblegadas, imaginar hombre y naturaleza, pasada historia y presente; en definitiva, sentirte parte de esa bella naturaleza, colma cualquier esfuerzo anterior, lleva la paz al alma. El alma sosiega.
Volvemos sobre nuestros pasos y poco a poco nos aproximamos al robledal. Buscamos la sombra y la protección del fuerte viento que sopla en el descampado. Impresiona sumirse en esa añosa masa forestal que alberga recientes pastos en medio de tanto y tanto canto disperso. Es un dulce paisaje de verdes contrastados en el que el mugido del ganado cada vez es más frecuente.
Estamos a poca distancia de ver el patrón del bosque, el Romanejo o Roble del Acarreadero. Al lado de uno de los más singulares árboles de nuestra geografía, bajo cuya sombra, según dicen, podrían acogerse mil ovejas, vemos reflejada la historia de seiscientos años. Es obligado detenerse y admirar su majestuosidad, disfrutar momentos únicos ante monumento natural. Con toda seguridad, son muchos los árboles que en estos pagos superan los doscientos y trescientos años. Contemplarlos tranquilamente, sin nadie que obstaculice la vista ni rompa la paz, es ser privilegiado. Es el desbordante y emocionado colofón al esfuerzo del camino realizado.