RECUERDOS Y NOTAS DE VIAJE: SAN SALVADOR DE LEYRE.
Bajo la nebulosa del tiempo lejano, la memoria del primer viaje al Monasterio de Leyre siempre evoca el constante ascenso desde la nacional Pamplona-Jaca hasta el conjunto monacal, las ruinas del viejo edificio antes de la construcción de la hospedería, la singular cripta, el panorama desde la cabecera del santuario y la montaña recortada a espaldas del grandioso edificio.
Con el paso de los años y los sucesivos viajes, la retina ha ido fijando el contrastado color del bosque asido a la sierra, el escarpe de roca blanca, gris y rosada, la serena y majestuosa abadía en tan estratégica balconada y cómo no, la excelencia artística en sinergia con la longeva Historia.
Fruto de las positivas sensaciones han sido las diversas estancias a lo largo de varios lustros y la utilización del lugar como punto de partida para excursiones por valles pirenaicos.
El conjunto abacial se asienta sobre una plataforma de la Sierra de Leyre abierta hacia la cuenca del Aragón y la Canal de Berdún, hacia las cumbres pre pirenaicas aragonesas y hacia las tierras distantes de la Navarra Media donde la bella población de Ujué destaca sobre defensivo promontorio.
Una especial querencia debió tener este apartado espacio para ermitaños y anacoretas que con el paso del tiempo iniciarían construcciones de pétreos bloques arrancados a la agreste naturaleza. Naturaleza que imprime sello bravío en las calizas recortadas sobre el cielo, en los densos encinares, robledales y hayedos bajo cuya sombra crecen bojes y carrascas y en los peculiares paisajes de las margas cenicientas que en tan corto trecho parecen acercarnos a paisajes de desierto.
Naturaleza, historia y arte se conjugan en paz y armonía en un territorio único en el que se respiran emociones inefables y donde hasta el más insensible de los humanos se siente trasladado a un tiempo pretérito que pervive en distinta huella como si los siglos no hubieran transcurrido.
Situados frente al triple ábside de la iglesia de San Salvador llama la atención la altura, la simplicidad y rusticidad de sus vanos, la reciedumbre de sus muros de escuadrados e hilados sillares y el tejado de lajas en escama. Detrás, una torre cuadrangular de aire más avanzado y como todo el conjunto con aspecto defensivo; no en vano Leyre, además de centro espiritual, con citas desde el siglo IX, se convertiría en baluarte del reino de Navarra desde el siglo X y especialmente con Sancho el Mayor durante el siglo XI. A este siglo pertenecen la cripta y la cabecera de la iglesia. Más tardía es la puerta “speciosa” y más aún la bóveda de crucería cuando el monasterio entró en decadencia y a los monjes benedictinos originarios sustituyen los cistercienses.
Sorprende la simplicidad e irregularidad de la puerta de entrada a la cripta, primicia del abocinamiento románico, aquí sin un ápice de decoración y, en el interior, un robusto conjunto que según parece nunca sirvió de lugar de enterramiento, dividido en naves abovedadas, minúsculos y desiguales fustes que sostienen enormes y sencillos capiteles bajo fuertes cimacios desde donde arrancan sobrios arcos peraltados. Sin duda, una de las obras más impactantes del primer románico. ¡Y pensar que esta maravilla artística estuvo abandonada a su suerte tras la Desamortización de Mendizábal durante más de un siglo...!
Acercarse a la compleja y recargada puerta “speciosa” cuando el sol de la tarde la ilumina y le da un toque más rosado aún que el de la propia piedra es seguir disfrutando del arte a lo largo del Camino, ese camino hacia el Finis Terrae que tantas obras e influencias dejó durante el Medievo. Es también la entrada hacia el templo, hacia la gran nave ojival de época cisterciense y hacia la escueta cabecera de triple ábside, sencillos capiteles y arcos cuyo rebaje los acerca a la herradura. Sobre ella dice Luis María de Lojendio que es “monumento capital en el proceso del arte románico español”. En tan singular marco, cada día puede escucharse el canto gregoriano, tan próximo a la transfiguración, que si algún viajero se preguntara acerca del misterio de la eternidad podría quedarse dormido durante siglos como le sucedió al monje Virila que, siendo abad del monasterio, durmió en el bosque durante trescientos años al escuchar el canto de un ruiseñor.
Tras el merecido descanso de la noche y el reconfortante desayuno, nada tan atractivo como pasear por el entorno abacial y ver los amaneceres reflejados en las aguas del embalse de Yesa; iniciar ruta hacia la fuente del monje Virila bajo bóveda arbórea; ascender hasta el Arangoiti en día claro y disfrutar de tantos kilómetros en rededor; ver avanzar el día y contemplar a contraluz el tintineo solar sobre las tiernas hojas del quejigo; mirar hacia lo alto y observar cómo el aura disipa a su antojo las nieblas matinales… y, después de una última mirada alrededor, emprender viaje hacia los valles pirenaicos.
Joaquín Berrocal Rosingana.