Pasadas las fiestas del Cristo,
con la llegada del otoño y las primeras lluvias era el momento de planificar la
inminente vendimia. “Echar a caminos”
resultaba prioritario. Al toque de campana y tras la cita de los vecinos en la
plaza, éstos comenzaban a distribuirse por
sendas y veredas para reparar los pasos complicados, cortar aguas, rozar
zarzas o maleza si hubiera y dejar todo listo de cara a la recolección.
Ya durante septiembre, uvas de jerez y tempranillo se
habían acarreado en caballerías desde
Majahonda, Bardal, Pinosa, Chapatal…, hacia los Santos, Guijuelo, comarca de
Salvatierra y áreas adyacentes siguiendo las rutas arrieras. A continuación,
los tempranillos blancos de los Pajares eran transportados en camiones hacia
mercados más lejanos.
Previo inicio de vendimia cada
casa disponía el “ajuar” necesario, las
bestias de carga bien alimentadas, los aparejos en perfectas condiciones, los
banastos, cestos y “atijos”, lazos y reata, corvillos…, y hasta plásticos y trajes de agua si los hubiese. La
vendimia no podía detenerse aunque lloviera. Y muy importante, prever por parte
de las amas del hogar los alimentos necesarios para las diez, quince o más
jornadas de intenso trabajo, los
embutidos de la matanza casera, el tocino, los huevos, patatas, alubias y
frejoles de la cosecha. La carne de cabra u otras reses se adquiría diariamente
en las carnicerías. Con frecuencia se pregonaban sardinas frescas, muy
apreciadas en estas fechas con huevos fritos y torreznos en almuerzos o comidas
de campo.
Inicio de vendimia:
Es todavía de noche, las luces de
las viviendas están encendidas, los mayores
ya levantados, las chimeneas humeantes, los pucheros a la lumbre, en las
sartenes se fríen huevos y tocino, también sardinas; en las cuadras se aparejan
las caballerías, se atienden los cerdos, se organiza la carga de banastos y
cestos en cantidades suficientes para que los vendimiadores nunca estén
parados…
Ha llegado el tiempo de despertar
a los menores, el rápido lavado de cara, la disposición de un pequeño
refrigerio, de las perrunillas y el anisete.
En la calle comienza el trajín,
banastos encastrados de tres en tres,
los cestos con los corvillos asidos en el interior, los lazos dispuestos y los
banastos colocados a ambos lados del aparejo de la caballería. Otros banastos
superpuestos, la reata con el garabato lanzada de lado a lado y a apretar para
que todo quede bien sujeto. Que no se olviden las alforjas o la cesta con la
comida. No hay que perder tiempo volviendo a casa; en vendimia no se para.
El hervidero humano y mular
camina hacia las viñas. El mular martillea el suelo con sus herraduras; entre
los hombres todo son preguntas, arres y sos, ininterrumpida conversación en la
todavía oscuridad de la noche. Cuántos vendimiadores tienes, de dónde, de
Linares, Los Santos, Tornadizo… Por dónde iniciáis la vendimia. Unos comienzan
por el Cancho, otros por el Río Arriba, por Majahonda, por el Arenal y así, la
reata humano-mular poco a poco se va dispersando en el Chorrito, Caminales,
Nogal de la Tía Tarsila…
Aún no ha amanecido. Amos y vendimiadores
ya están en la viña. Pronto surgen hogueras por doquier y ecos del vocerío que
inunda todo el valle. La mañana es fría, hay algo de rocío en las parras y es
conveniente protegerse con un delantal. Tardará en quitarse la “marea”. Hasta
que el sol no se haya desperezado habrá que sufrir la humedad en manos, en jerséis y calzado.
Colocados los banastos en el
lugar apropiado para mejor cargar una vez llenos, se enseñan las lindes a los
nuevos, se les proporcionan cestos y corvillos y, a cortar… El jefe ordena
comenzar por el paredón de arriba; es mejor bajar las uvas que subir las
escaleras del bancal. Todo el mundo corta, hasta el acarreador. Hay que
tener pronto la carga para echar cuantos
más viajes mejor y si se pudiera acabar la viña, mejor aún; al acarreador le
esperan kilómetros a pie. Llenos los banastos con los correspondientes seis cestos toca “atijar” y
cargar, unas veces desde el suelo, otras desde una pared, siempre más fácil y
menos trabajoso.
El acarreador abandona la viña
dejando la consigna, “a ver si me dais carga, hay muy buenas parras de jerez y
los rufetes están inmejorables.”Los sarmientos arden y un calentón de manos
viene bien antes de volver al corte.
El camino para acarreador y mular
es estrecho y pendiente, hay que bajar con calma y siempre con la navaja en el
bolsillo; si un animal cae y no se levanta lo primero es desatar o cortar la
soga si fuera necesario. Ya en la carretera, amplia y más fácil para el
tránsito, un tropel de bestias y trajinantes se dirige a la bodega. Hay cola en
las dos básculas y es el primer día de vendimia. Todos han empezado con ganas y
el transporte es de lugares cercanos.
Basculadas las uvas se recoge el
ticket y unos se preguntan a otros por el peso de las cargas. La mía 140, la mía 153, la mía
160, las uvas estaban muy gozadas, como pocas veces, una maravilla cortar,
comenta el último en hablar; se llenan los cestos sin sentir.
Se cargan los banastos boca abajo
e inicia el retorno cada uno a su minifundio. Quienes van a fincas vecinas no
paran de hablar, que si los rufetes brotaron bien, que si las malvasías tienen
poca cosecha, que si “parriba” los tintos no pueden con las uvas, que si la
ceniza ha atacado alguna cepa, que si los vendimiadores cortan o no, que si son
los de otros años o nuevos, que si están ajustados de antemano, que ojalá se
quede el tiempo estable y deje vendimiar, que si los caminos están en buenas
condiciones, que si tendrán a la suegra o la madre en casa para que les pueda
preparar la comida y llevársela hasta la bodega para no perder tiempo,
comprarles el pan o la carne…
Cuando el acarreador está de
vuelta en la viña lo primero que pregunta es si hay carga hecha, a lo que le
contestan que “atijada” y además cortados otros dos cestos.
Para trabajar menos, entre dos
personas ponen el banasto desde la pared en los lomos de la caballería y otra sujeta mientras se carga el segundo
banasto. Nuevamente el acarreador en camino. Ahora con otra consigna, “cuando
venga almorzamos”.
Colocadas unas piedras a modo de
asiento cerca del fuego se calientan las
patatas caldosas, se saca la cazuela con los huevos, los torreznos y las
sardinas, el pan y el chorizo. La botella de vino corre de boca en boca. El
vino no puede faltar.
Con las fuerzas recobradas, a
cargar se ha dicho y a vendimiar. El paredón cimero está terminado y parte del
inmediatamente inferior. A pesar de las sombras del robledal contiguo no están
mal. Se ha llegado al paredón de jerez y
moscateles, donde hay parras vendimiadas. Se van recogiendo las que quedan y de
vez en cuando dando un bocado a las uva frescas porque no hay mayor placer que
comerlas directamente cortadas de la parra.
La temperatura va subiendo y el
sol alumbra la viña entera. Las cargas se van sucediendo y a la hora de comer
van cinco cargas, 730 kg según dice el acarreador.
El puchero de garbanzos que han
llevado al acarreador a la bodega están templados a la hora de comer y el guiso
de carne de cabra apenas necesita un calentón en el borrajo que hay de
sarmientos y leña de roble. Con un trocito de queso y un trago de vino se
concluye la comida. No hay sobremesa. Los vendimiadores se dicen, “vamos, hay
que aprovechar, esta tarde acabamos la viña, lo malo es que va a quedar una
carga por lo menos sin que se pueda acarrear”. Ello obligará a que al día siguiente
el acarreador madrugue más para tener la carga lo antes posible en la bodega y
no cortar el ritmo deseado en recolección. Le tocará cargar sólo, tendrá que
darse maña para hacerlo.
Se vendimia hasta la puesta de
sol. Son las normas de estas vendimias, desde antes de amanecer hasta la caída
de la tarde, hora en la que se agolpan cargas y más cargas ante los muelles de
la bodega mientras la muchedumbre se dirige hacia casa.
Las horas de la tarde-noche se
acortan. Algunos vendimiadores se dispersan por los bares o bodegas; otros a
cenar temprano y pronto a dormir. Las mujeres de cada casa tienen la más ardua
tarea tras haber estado el día entero vendimiando. Preparar la cena, comprar,
echar a los cerdos, dejar parte de la comida lista para el siguiente día. Los
hombres desaparejan, dan agua y buen pienso a los animales, preparan más
banastos, afilan los corvillos…
Y llega un nuevo día y otro y
otro, siempre con la misma monotonía, solamente rota por los cambios de finca (la
muda), la meteorología, circunstanciales situaciones de averías en bodega que
provocan colas hasta el Empedrado.
Algunos han concluido la vendimia
en la “zona baja” y se disponen a ayudar a familiares y amigos hasta que se
eche el pregón para cortar en la “zona alta”. A veces se inician discusiones;
quienes tienen más fincas “parriba” desean que cuanto antes se les permita
cortar. De momento el tiempo es bueno, con jornadas de calor que obligan en las
horas centrales del día a buscar refugio entre el ramaje de la vid. Si el
tiempo empeora, hace frío o llueve, se cortarán menos uvas y parte de la
cosecha se puede estropear, comentan quienes tienen más cosecha en las zonas
altas.
Tras días de bonanza amanece una
mañana nublada, sopla el aire de abajo y
no llueve pero hay que salir y prevenir porque este aire augura lluvia a
lo largo del día. Plásticos, trajes de agua, botas de goma se añaden al
habitual atuendo.
El aire de abajo no engaña. En
plena jornada comienza a llover y cada uno se “artimaña” lo mejor que puede
para protegerse. Banastos y cestos se hinchan con la lluvia, los aparejos se
empapan así como los atijos, las bestias gotean y aguantan el chaparrón, las
cargas sobre las caballerías van dejando un reguero conforme caminan. A veces
es casi imposible continuar la tarea; es necesario recurrir a la lumbre junto a
una peña o refugio para poder secarse un poco y continuar la vendimia. Cuando
la lluvia arrecia y los cuerpos están mojados y ateridos se hace insostenible
seguir.
De vuelta a casa hay que preparar
buena lumbre y secar todo lo que se pueda o recurrir a las ropas viejas por si
los días continúan igual.
El tiempo ha dado una tregua y el
pregón anuncia que se puede cortar uvas en los Pajares, Rachón, Pozahoz…, en
toda la zona alta. Para muchos de los propietarios es un alivio. Los camiones
podrán transportar la mayor parte de la cosecha, las caballerías dejarán de
sufrir los derrumbaderos del Cancho, Pinosa, Hituero, Molino Serrero, Coyumbras…,
los vendimiadores agradecen la facilidad que ofrece el corte de los tintos
frente a los rufetes; es posible descansar un poco más y en ocasiones asar al
sarmiento, un lujo en tiempo de recolección como lujo es hacer una parada para
comer en lo más alto del territorio en el cambio de la Dehesa a los Pajares, en
esos Riscos que dominan medio mundo y
solamente con la vista te resarcen de los esfuerzos cotidianos.
Cada amo pone en funcionamiento
todos los banastos disponibles. Los camiones realizarán viajes incesantemente
con la superposición de varias hiladas de recipientes y varias personas
encaramadas en la caja para ayudar a la descarga. Una de las básculas queda
casi en exclusiva para el vehículo rodado.
Octubre está muy avanzado, las
heladas han hecho acto de presencia, las hojas comienzan a caer y las mañanas
se presentan muy frías en las altas tierras. El viento del norte azota el
elevado territorio y la vendimia no se puede detener. Son las duras jornadas en
las que la lumbre no se apaga y el hombre requiere permanentes calentones de
manos y pies. Las manos parecen de hielo y aunque “engourdidos”, los duros
serranos, grandes y chicos, prosiguen un día si y otro también hasta finalizar
la vendimia.
Quien no haya vivido estas vendimias, de las que podrían darse muchos
más detalles, quien desconozca el territorio, su toponimia y dureza, difícilmente podrá entender el
texto. Si bien gradualmente hemos ido viendo épocas de recolección más suaves,
las de nuestros padres y antepasados seguramente figuran entre las más heroicas
vividas aunque en ninguna parte aparezcan impresas.