A orillas del Duero, en la “curva de ballesta” como San Polo y San
Saturio, nos encontramos uno de los monumentos más paradigmáticos del románico
español, San Juan de Duero.
En la margen izquierda del río
nos acoge un claustro pretendidamente octogonal si tenemos en cuenta los cuatro
chaflanes, irregular y abierto, al lado de sencilla iglesia de una sola nave. Éstos son los restos
que perviven del antiguo monasterio de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, orden surgida en torno a las
Cruzadas con carácter benéfico que más tarde se transformó en militar como la
Orden del Temple.
Si el arte que se mantiene en pie
en Soria, ciudad de indiscutible sello románico, es de gran calidad y belleza,
Santo Domingo, concatedral de San Pedro, San Juan de Rabanera, el de más
sorprendente belleza y originalidad es el de San Juan de Duero, “atrio trenzado”, que cantara el poeta. Este claustro parece desligarse de los patrones imperantes en el
románico. Mantiene, es cierto, arcos de medio punto sobre columnas pareadas,
capiteles con motivos vegetales o animales fantásticos, tan habitual en dicho
estilo, frente a formas arabizantes, bizantinas o mudéjares, representadas por
arcos cruzados sustentados en pilares acanalados o columnas, arcos
ojivales en herradura, túmidos, arcos entrecruzados con centro colgante…, es
decir, recursos que proporcionan movimiento y diversidad a los consabidos
dentro de los cánones del románico.
La seductora arquitectura de este
claustro, fuera del ámbito urbano soriano, no ha pasado desapercibida para los estudiosos del arte; tampoco para los
hombres de letras. Es la suya traza de elegante sutileza, desconcertante
acrobatismo de ingenio, hálito de inventiva y lucidez en piedra.
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