Iniciamos camino. Es mañana de
más nubes que claros, no llueve y no parece que la lluvia sea inminente aunque
anuncian aguaceros a lo largo del
día.
Descendemos hacia el río. Desde
lo alto del puente se ve cómo fluye un pequeño caudal entre las blanquecinas lamidas rocas. Se escucha caer el agua
en el Chorrero hacia la Pesquera de Abajo al tiempo que sale el sol e ilumina
el cauce donde los fresnos ribereños van tomando color otoñal. Los alisos se
mantienen verdes así como robles, quejigos y castaños que contemplamos desde el
extremo del puente en el senil monte del Castañar.
Comienza el Atajo. Mientras caminamos en la sombra, luce un pálido sol en las vertiginosas laderas del Cancho. Ante el objetivo, diversidad de verdes tonalidades contornean resaltes de ocres pizarras teñidas de líquenes indicadores de calidad medioambiental. Recrearse en ese bello espacio es uno de los muchos placeres que ofrece esta naturaleza virginal.
Artesanas paredes de pizarra sostienen la tierra del prístino bancal al que se accede por no menos artesanales pasos de escalera que cubre el verde y esponjoso musgo. Sin duda, obra ancestral de agricultura heroica que agoniza.
Al borde de la senda uno de los
muchos espinos que crecen por aquí está cuajado de pequeños rojos frutos, las majuelas o majoletinas, por
estas tierras llamadas manolitas. Dicen
que antaño hacían mermeladas y eran consumidas en épocas de carencia. Es alimento
de aves durante las estaciones frías las cuales contribuyen a la propagación de
majuelos con la dispersión de sus
semillas. Sus espinas son peligrosas, no así hojas y flores utilizadas en la medicina popular.
La senda que sube sin cesar proporciona rincones de atmósfera singular en los que detienes el paso y recreas la mirada en árboles y arbustos que sombrean un trecho del camino.
Sales del túnel arbóreo y diriges tus ojos hacia las hojas de guindos y cerezos que regalan bellos colores de otoño. Ascendiendo vas ampliando el horizonte a la par que la tenue luz frontal deja idílicas imágenes que captamos para el recuerdo. Observamos puente y pueblo durante un rato, suficiente para tomar aire y disfrutar de privilegiada perspectiva.
Pronto nos introducimos en un paraje de encinas combadas en ladera, otras que surgen en las diaclasas del granito, madroños que muestran rojos frutos, musgo iluminado en rocas y troncos, mullido suelo sembrado de bellotas y hojas de la encina…
A través de escalonado paisaje en el que pervive el cultivo de la vid y otros frutos vamos llegando a más altas y venteadas tierras abandonadas que la naturaleza reconquista con avidez. Por doquier indicadores de un pasado en el que el hombre estuvo presente, cientos de paredes, lagares, ermita en ruinas, tumbas excavadas, refugios naturales, restos de primitivo poblamiento… En estas y otras tierras donde ramoneaba el caprino aparecen insaciables repoblaciones de pinos y eucaliptos que ganan terreno al monte primigenio e introducen una nota discordante respecto a los usos del pasado.
Abandonado el viñedo, la trepadora cepa resiste el paso del tiempo, mezcla sus frutos con los del espino y el roble aferrada a roca que la protege del norte.
Desde aquí nos dirigimos a los altos bolos graníticos desde donde divisamos el fondo del valle y alcanzamos lejanos horizontes hacia el este, sur y oeste.
Pocas panorámicas con tanta profundidad del Valle del Alagón donde pueda apreciarse el zigzagueante curso y la impresionante disección fluvial.
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