martes, 17 de octubre de 2023

EN LA MONTAÑA TRAS LA SIERRA

 


Estamos en Cabezabellosa. Desde las primeras casas de la localidad  dirigimos nuestros pasos hacia el otro extremo de  este pueblo acostado en la vertiente  que mira hacia el extenso y hermoso valle. Contemplamos el monumento al cabrero y por sinuoso itinerario urbano buscamos la salida hacia la Dehesa siguiendo las indicaciones de una vecina del lugar. Caminamos con paso lento disfrutando la pulcra arquitectura, las aseadas calles, la tibia atmósfera y el agradable olor de la cocina o la limpia ropa tendida.

Nada  inquieta en esta mañana de inicio de otoño. Al animado senderista, con bastón en mano y mochila a la espalda, acompaña el límpido cielo azul, la suave temperatura y prolongado silencio  al paso por  el amplio camino de comienzo de itinerario. Las paredes de granito aíslan la pista,  propiedades cultivadas unas, bastante abandonadas otras y  praderías con su típica caseta de piedra de uso ganadero. A la derecha se observa el voluminoso monte de granito que corona la ermita de Nuestra Señora del Castillo y el mirador sobre el Ambroz. Se percibe el olor de humedad de las pasadas lluvias, el de la higuera cercana y de inmediato el del ganado vacuno que pasta en la Dehesa.



Abandonada la vía agrícola, sin senda marcada y buscando el mejor ascenso entre bloques que cubre el musgo y gruesos robles en ladera umbrosa, el mugido de las vacas se escucha cercano mientras aparecen dispersas entre las piedras y robles dominantes. Llama la atención un corral en la subida, restos de camino empedrado que serpentea, una tumba excavada en el granito y un lagar de único tanque en bloque aislado. No menos sorprenden las  piedras alrededor de algunos árboles y tanto y tanto material desgajado que cubre el suelo. La huella del pasado está presente aunque para el ajeno a esta tierra sea difícil interpretar de forma integral la dinámica seguida por este paisaje a lo largo de los tiempos.

Tras el primer repecho se llega a terreno  más llevadero y despejado.  Varios apriscos, intuimos que otrora del caprino,  surgen al paso; se percibe abandono en las paredes de piedra en seco y en el interior de uno de ellos, completamente cubierto de zarzas.

Continuamos  camino agrícola por un pequeño trecho para de nuevo, sin rumbo fijo, internarnos entre los enormes berrocales que dominan la escena con sus bolos, peñas oscilantes, caprichosos cabalgamientos…; apenas hay espacio donde crezca la hierba  y los raídos cantuesos.




A cierta distancia se contempla Cabezabellosa que despliega su caserío en cuesta hasta las proximidades del singular monte de la ermita. Hermosa perspectiva en la que percibir tantas facies del paisaje, desde los pobres pastizales al frondoso robledal, los cultivos en terrazas, el bonito conjunto urbano, el valle profundo y al fondo el azulado perfil de las salmantinas sierras.


Junto a paso canadiense una pareja senderista disfruta el panorama, se aproxima a las quitameriendas surgidas los últimos días, pregunta su nombre y si es posible llegar al pueblo por el itinerario que nos han visto llegar. Damos respuesta a sus preguntas y percibimos que son extranjeros con ansias de conocer. Entienden y hablan bien nuestra lengua por lo que es fácil darles las correspondientes explicaciones.

Continuamos por vía asfaltada hasta dar vistas al valle del Jerte. Aquí volvemos a territorio sin veredas si no son las trazadas por el ganado. A nuestra izquierda se eleva majestuoso un monte descarnado cuyos enormes bloques aparentan desprenderse en cualquier momento. ¡Miedo da mirarlo! En las faldas de la montaña crecen  castaños repletos de amarillos erizos y robles de imponente presencia junto a otros cultivos.


En nuestro deambular, las desnudas piedras ocupan grandes espacios que vierten hacia el Jerte. Abajo divisamos el Valle con las aguas azul turquesa del embalse y un panorama brumoso en lontananza.

Junto a un  cercado localizamos el viejo camino, “la calleja”. Diáfano al principio, poco a poco se estrecha. Zarzas y diferentes tipos de matas  devoran lo que en el pasado debió ser un itinerario bastante transitado. En el trayecto, varias pilas de granito comunicadas entre sí sirven de abrevadero para el vacuno, única ganadería que hemos visto en la zona. En la pendiente ladera se suceden cercas de granito que aíslan praderías y majadas refugio para hombre y ganado. Y   en medio de los extensos pedregales,  señeros robles  pueblan áreas de estas abruptas vertientes, dan sombra a la senda y alegran la vista con sus enormes troncos y voluminosas copas de intenso verdor.



Llegado un momento, desaparece la vegetación arbórea, el camino se empina en pequeño trecho, varios hitos indican la ruta, escobones y pedregal vuelven a adueñarse de un dilatado yermo  en el que las formas del berrueco deparan un estético y pedagógico marco.

La senda se pierde; mejor dicho,  la perdemos. Deseamos vagar entre la desnudez pétrea, la soledad y el silencio que inunda el vasto territorio que pisamos.  Es sobrecogedor caminar y caminar entre las abióticas entrañas y descubrir que el hombre y su ingenio han sacado fruto al más pobre y lampiño espacio que podamos imaginar. ¿Qué significan esas piedras en semicírculo sobre el amplio lanchón, qué los pequeños círculos, qué las piedras hincadas en la triste  y escasa tierra, qué las construcciones de reducidas dimensiones simulando corral…? ¿Y dónde y cómo cultivaron la vid para más tarde exprimir el fruto en esas lagaretas al aire libre?




En esta mañana otoñal en la que el sol quema a la hora del mediodía y el cálido viento del sur comienza a soplar es imposible sustraerse y no pensar en cómo pudo ser la vida décadas atrás en estas altas tierras de soledad, en el pastoreo del caprino y del ovino, en las interminables jornadas del cabrero con lluvia que calaba hasta los huesos, sin ropa de protección, sin otro refugio que no fuera el de las peñas, sin otra compañía que el perro de carea y el diseminado rebaño. Quizá el fuego en  los abrigos rocosos fue la manera de protegerse del frío, quizá esos círculos de piedra fueran la base de chozos donde guarecerse…Dura vida sin duda, hoy desaparecida en esta Montaña Tras la Sierra, cuando según nos refieren más de veinte mil cabras estaban censadas en el municipio. Unas pastaban por aquí, otras en las dehesas. Eran los tiempos en los que queso y cabritos abundaban  y venían a comprar desde largas distancias.

Mientras tratamos de imaginar la historia pasada, vamos de piedra en piedra, subimos y bajamos, nos fijamos en la ingente cantidad de marmitas en los berruecos, observamos el cantueso y la dedalera que surgen entre las rocas, los festones herbáceos y  las diminutas campanillas de otoño zarandeadas por el viento.



Nos acercamos a una majada vacía, pasamos junto a amplio cortinal donde crecen los castaños, dejamos a nuestra izquierda la verde y amarilla floresta y, tras corto recorrido, desde los altos canchales nos asomamos al Jerte, al valle de los cerezos. Hay sensaciones, emociones, placer momentáneo que es imposible transmitir. Sentarse largo rato sobre la limpia roca, respirar profundo, oler el cantueso hollado, contagiarse de cuanto te rodea, mirar y mirar hacia el fondo del valle, laderas habitadas y doblegadas, imaginar hombre y naturaleza, pasada historia y presente; en definitiva, sentirte parte de esa bella naturaleza, colma cualquier esfuerzo anterior, lleva la paz al alma. El alma sosiega.






Volvemos sobre nuestros pasos y poco a poco nos aproximamos al robledal. Buscamos la sombra y la protección del fuerte viento que sopla en el descampado. Impresiona sumirse en esa añosa masa forestal que alberga recientes  pastos en medio de tanto y tanto canto disperso. Es un dulce paisaje de verdes contrastados en el que el mugido del ganado cada vez es más frecuente.



 Estamos a poca distancia de ver el patrón del bosque, el Romanejo o Roble del Acarreadero. Al lado de uno de los más singulares árboles de nuestra geografía, bajo cuya sombra, según dicen, podrían acogerse mil ovejas, vemos reflejada la historia de seiscientos años. Es obligado detenerse y admirar su majestuosidad, disfrutar momentos únicos ante monumento natural. Con toda seguridad, son muchos los árboles que en estos pagos superan los  doscientos y trescientos años. Contemplarlos tranquilamente, sin nadie que obstaculice la vista ni rompa la paz, es ser privilegiado. Es el desbordante y emocionado colofón al esfuerzo del camino realizado.



 



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