UT PLACEAT
DEO ET HOMINIBUS.
Descendemos por el Valle Ambroz,
nos detenemos en alguno de sus bellos pueblos, contemplamos las dehesas
cuajadas de encinas e históricas ruinas, cruzamos una hermosa sierra rocosa en
la que crecen encinas y alcornoques y de
inmediato el dispar caserío de la ciudad nueva que se expande por la ladera alejándose
del espacio murado y la ciudad monumental. Ya estamos en la capital del norte
de Extremadura, Plasencia, “Perla del Jerte”, encrucijada de caminos y valles,
joya artística civil y religiosa, ciudad
fundada por Alfonso VIII a finales del siglo XII con el lema Ut placeat Deo et
hominibus, “para agradar a Dios y a los hombres”.
Adentrarse en la vieja ciudad, de
estrechas calles y edificios de escasa altura es retrotraerse en el tiempo. Su
urbanismo, constreñido en el cerco murado, rezuma Medievo a la par que inspira
placenteras sensaciones. En su interior,
una alargada y amplia plaza en la que confluyen diversas calles, donde se dan
cita los naturales y donde tienen lugar los tradicionales mercados que reúnen
los más variados frutos de las tierras colindantes. Presidiendo la Plaza Mayor,
el Ayuntamiento y el conocido Abuelo Mayorga que golpea con fuerza la campana
del edificio renacentista. Aquí y allá palacios, iglesias, conventos, escudos
solariegos, la impresionante obra de las catedrales con el sello del románico
más singular, del decorado del Renacimiento
y cómo no, de la soberbia sillería del coro, tan crítica, a veces obscena, tan
libre en ejecución del genial Ícaro placentino Rodrigo Alemán.
No sabemos si a lo largo de los
tiempos esta ciudad ha sido del agrado divino; sí sabemos que es un agradable
lugar para los humanos y que a nosotros la visita de Plasencia nos llena de satisfacción.
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