Parece que fue ayer cuando lo que
hoy son robles, castaños, quejigos, alcornoques y denso matorral entre grandes
rocas, hace varias décadas fue una sucesión de paredones que sorteaba los
bloques rocosos serpenteando ladera arriba. Allí creció la vid, olivos,
frutales y se irrigaron productivos huertos en pequeños bancales.
Aún recordamos el arreglo de
caminos, el recebo de las parras, la tarea de sarmentar, la recogida de
almendras, las uvas de Jerez, los ricos higos de la pequeña higuera junto al
manantial y cómo no, las vendimias con los cestos paredón abajo y las
caballerías descendiendo con pesadas cargas por las estrechas veredas.
Hollar esta tierra entre el
inextricable matorral es hoy una aventura y ubicar los lugares a donde tantas
veces fuimos es ardua tarea.
Muchas veces nos hemos preguntado
cómo, ante la hostil apariencia de este paisaje, el hombre primitivo pudo
asentarse, algo que es indudable por la huella milenaria que dejó tras de sí y, cómo el del siglo XX llegó a aprovechar hasta el más pequeño de los ostugos entre los granitos. ¿Hubo presión demográfica y ante la necesidad encontraron aquí lo necesario para vivir? ¿Sintieron una especial querencia por esta
ladera protegida?
En tiempos recientes hemos conocido personas con edad que a diario visitaban y trabajaban este territorio; otros, sin tierras ya que cultivar, sentimos una especial atracción por este singular paisaje que a menudo escudriñamos y que tantas emociones nos provoca; es terapia, purificación...
En tiempos recientes hemos conocido personas con edad que a diario visitaban y trabajaban este territorio; otros, sin tierras ya que cultivar, sentimos una especial atracción por este singular paisaje que a menudo escudriñamos y que tantas emociones nos provoca; es terapia, purificación...
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