Hay quienes dicen que, “visto un
lugar a él no vuelven más”, como si campos y ciudades simplemente fueran
estático recreo visual, como si no fueran transmisores de emociones, como si no
hubiera mutaciones en todo lo que nos rodea, como si nuestro estado de ánimo no
cambiara.
Hay quienes pensamos de forma
diferente. Hemos recorrido caminos y con el paso del tiempo hemos retornado a esos lugares para recordar, recrearnos, descubrir o
redescubrir, vivir las nuevas
sensaciones que el paisaje depara en cada momento.
Hace años, tratando de organizar
un viaje, me adentraba en los Montes de León, ascendía al puerto de Foncebadón
y descendía a través de la Ruta Jacobea
hasta Ponferrada. La anterior visita a la Tebaida Leonesa, sitios como Montes,
Peñalba, Valle del Silencio y eremitorio de San Genadio había dejado un poso,
un cúmulo de emociones tal que alentaban
nuevo viaje.
Recientemente revivía con
entusiasmo, como si fuera la primera vez, los abruptos paisajes de la montaña,
las alturas de Foncebadón y la Cruz de Ferro, enclavada entre los miles de
guijarros que van dejando los peregrinos a su paso. Son muchos los peregrinos
que aquí se detienen, los que vienen a pie, los que utilizan la bici, los que
ante las dificultades llevan vehículos de apoyo… ¡Cómo ha cambiado desde la
primera vez que llegué al puerto! Hoy es un hervidero de personas que te
entregan su cámara o teléfono para realizar la foto de recuerdo. Hay gentes de diferentes
provincias españolas; las hay de Francia, Alemania, Italia, Dinamarca, Países
Bajos…De edades muy distintas… Hay romeros que hablan nuestra lengua; otros que
no entienden nada pero de una u otra forma quieren hacerse entender. Hay
especial sintonía entre quienes peregrinan por la ruta que Godescalco estableciera
como algo oficial allá por el año 950, previo tácito pacto con Roma.
Un grupo navarro te ofrece bota
de vino y embutido, te preguntan acerca del porqué del viaje, te cuentan que
son amantes de la bicicleta y que a pesar de la edad hicieron promesa de
realizar esta ruta, que su próxima parada es en Ponferrada, que les colma de
emoción el ambiente del Camino, que
ansían pasar el Cebreiro y en pocas etapas llegar a Santiago y si no hay
inconveniente al Finis Terrae. Se palpa
el regocijo de quienes, por unas u otras razones, desean llegar al Campus Stellae.
La estrecha y pendiente carretera nos acerca al
Acebo, vía que apenas ha cambiado desde hace más de veinte años. Es
incomprensible que esta milenaria ruta se mantenga en estado tan lamentable; “cosa
de políticos” dicen las voces populares. Promesas hoy, lustros y lustros de incumplimientos. Los
peregrinos de la bici forman un rosario en el descenso; los de a pié se van
sucediendo en grupos o en solitario por camino paralelo. ¡Pena da ver la
dificultad con la que caminan algunas personas con los bastones y la pesada
mochila a cuestas! Quizá hicieron una promesa, tal vez quieren redimir sus
culpas, quizá esperan la gracia del cielo ante una enfermedad o quién sabe, son
habitantes urbanos que desean encontrarse a sí mismos, huir de la vorágine de
los tiempos, hallar la paz interior y el
disfrute de los sentidos en el espectacular territorio que les rodea.
En este paisaje de acentuadas pendientes,
de dilacerados y profundos valles, de densos matorrales y arboledas, de
poblaciones apenas comunicadas, lejanas y dispersas, podría el viajero sentirse
perdido si no fuera por el incesante trajinar por la Ruta Jacobea. ¡Y pensar
que desde tiempos lejanos se horadaron sus peñas, se construyeron canales, se
realizaron trasvases, se acribaron sus arenas y fundieron minerales! Da la
sensación de que este mundo ha dado marcha atrás. No se escuchan los picos
taladrando, ni discurren aguas por los canales, ni la voz poderosa del pastor
llama al rebaño, ni fluye la vida en las
pedanías diseminadas.
El desvencijado aunque llamativo
caserío del Acebo que conocimos en el pasado se ha remozado. Fachadas y tejados
ofrecen el acicalado aspecto de un singular pueblo que vive del Camino. Los
servicios se han multiplicado y la población se ha incrementado gracias a la estratégica
situación. Seduce la estética de estos pueblos calle, de
pétreos muros, escaleras externas,
salientes balconadas y tejados de
pizarra. Entusiasma el incesante peregrinaje multiétnico, de todas las edades y
condición humana, la armonía en los grupos, la espera a quienes van más lentos,
los gestos, los saludos, el apoyo entre caminantes. ¿Qué une aquí a las
personas, es la religión, es la dureza de los caminos, es la transformación que
sufren las gentes en el peregrinaje? Si lo que aúna a las personas y las hace
más solidarias es el simple hecho del peregrinaje, quizá todos los humanos
debiéramos peregrinar al menos una vez en la vida.
Cinco kilómetros separan El Acebo
de Compludo, kilometraje vertiginoso y
serpenteante cuajado de belleza que conviene hacer con calma no sólo por el
peligro de la carretera sino por disfrutar del paisaje en algún momento.
Abajo, en medio de un vergel
forestal que huele a verde y humedad donde las cantarinas aguas te recrean el oído,
llegas a la herrería de Compludo en excelso emplazamiento y más tarde al
pueblo.
Son lugares apartados, lugares de
silencio como todos aquellos que conforman la Tebaida Leonesa, históricos
espacios cuya toponimia suena a
visigodo, a santidad, a vida eremítica, a ancestrales artilugios que
permitieron una época más floreciente que la actual en la que los habitantes
son pocos y la vida cada día más
complicada.
¡Cómo no emocionarse ante tanta
belleza natural, tanta historia, tan hermosa arquitectura popular y prolongado
silencio que solamente el circunstancial golpeteo del martillo pilón o el agradable
rumor de las aguas rompe cuando te acercas a ellas y sigues la corriente!
Una vez
más mereció la pena perderse en las soledades de las fragas interminables y disfrutar los momentos
únicos que estos paradisíacos paisajes te regalan. Son regalos y sensaciones que reconfortan el alma.
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