Cuando cesa la lluvia y en el
cielo se abren algunos claros, un rosario de romeros, siguiendo la milenaria ruta peregrina a pie o en
bicicleta, va acercándose a Castrillo de los Polvazares por donde pasarán sin
detenerse para cubrir a tiempo su etapa diaria.
Es mediodía y el singular conjunto
maragato de calles empedradas, casas de cuarcita, pizarra y arenisca, de
llamativos tonos rojizos y grandes vanos hacia los patios interiores, está vacío. Muchos de los negocios de esta
turística localidad están cerrados en este día en medio de semana en el que al
fin, en uno de los locales abiertos, te ofrecen un café de puchero y la
posibilidad de comer el cocido maragato más adelante.
Si sorprendente es la sencillez
de su trama urbana, la uniformidad del
caserío, el contraste de verdes, blancos y
arcillosos matices, no menos impactante es el desierto humano y el
silencio en sus calles, vivo contraste con esas jornadas multitudinarias en las
que el aparcamiento está repleto, las calles abarrotadas de público y los
restaurantes sin mesas disponibles. En estos momentos parecería un pueblo
fantasma si no fuera porque ves un patio abierto y personas que hablan dentro u
observas el pan colgado en las puertas de algunas casas lo cual denota viviendas
habitadas.
El viajero se siente a gusto en
este tranquilo lugar. Tiene tiempo de recorrer la ancha y alargada Calle Real, las calles que discurren
paralelas o las pequeñas callejas, contemplar los escudos nobles, las verdes
balconadas, las flores de sus ventanas…, sentarse en uno de los numerosos poyos junto
al gran portón donde recuerda vida e
historia del arriero maragato.
Muy dura debió ser la vida del
arriero, aunque amasara dinero, transportando en carros o mulas salazones,
vino, cereales y otras mercancías entre
Galicia, el Cantábrico y la Meseta. Muy de fiar también cuando las Casas
Reales les encomendaron el transporte de los bienes más preciados. Sin embargo no gozaron de buena fama, al menos
entre algunos de los viajeros por España, porque al decir de Richard Ford, “los
maragatos rara vez ceden el paso, y sus mulas siguen tercamente adelante, y
como los tercios o equipaje sobresalen a ambos lados, se llevan por delante el
camino entero como las ruedas de un vapor”. De todas formas, Richard Ford,
versado inglés viajero del siglo XIX, de vez en cuando lanza su mensaje
peyorativo hacia las cosas de España.
Opiniones al margen, lo cierto es que este viajero del
siglo XXI, ha podido disfrutar de la paz, la belleza del conjunto y la
amabilidad de quien le ha atendido.
Transmite precisamente eso .... sosiego, frescura e historia, esa historia que no viene en los grandes libros pero que mueve al mundo. Saludos
ResponderEliminar