Escribía Fray Luis de León: “Qué descansada vida la del que
huye el mundanal ruido y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos
sabios que en el mundo han sido”…
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Fuerzas ciclópeas, hombre, fuego
y agua han moldeado y dejado al desnudo las entrañas pétreas de la áspera montaña en la que a trechos se
descubren seculares obras de seres apegados a un paisaje de hostil apariencia. Tan
anfractuoso y duro que es difícil asimilar las palabras de Fray Luis aun
reconociendo que se trata de sendas diferentes. El hombre que conquistó este
territorio huyó por la escondida senda para llevar una vida de sudor y lágrimas
conducido por una dudosa sabia elección.
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Por senda labrada sobre roca, a
trechos aterrazada con negra y ferruginosa pizarra, a trechos simple pie de
cabra, hemos iniciado el camino tantas veces hollado por los ágiles pastores
del caprino, por agricultores y bestias. A izquierda y derecha del camino
principal surgen veredas que llevan a las diseminadas parcelas, a los huertos
de ribera, a los encinares provisores de bellotas, ramos y leña, a los jarales
y brezales, a los castaños dispersos, a
los estupendos cerezos junto al río, a las higueras y nogales en las márgenes de los regatos…
El primer tramo del recorrido
aparece diáfano con preciosos y esmerados cultivos frente a abandonados
bancales y montaraces laderas en las que se funden bosques de quercíneas, espesos
matorrales, angulosas pedrizas, deleznables pizarras y elevada estratigrafía
rocosa. Agricultores, algunos de avanzada edad, continúan labrando y regando
los campos.
Tras poco más de media hora de ruta, la senda desaparece entre la
intrincada maleza de las vertiginosas vertientes. El senderista, indeciso ante
tan laberíntico paisaje pero ávido de
reencontrarse con el pasado, piensa en las palabras de Coelho de que el desafío
es un riesgo como riesgo es la vida y se
siente estimulado para seguir. Continúa sin trazo definido ya…, a través de la
huella animal ya…, retirando las matas que salen al paso. Sortea afiladas
pizarras, sube y baja, se sujeta a un brezo, se impregna de la dominante pringosa jara. Baldías
parcelas, paredones de artesana perfección,
viejos corrales, canalizaciones de riego denotan la impronta humana en este espacio desolado de esqueléticos suelos,
roquedos prominentes y maquía que
imprime particular sello en medio de encinas dispersas que crecen a su antojo sin la intervención del
hombre y el ramoneo de las cabras.
¿Qué pudo suceder tantos siglos atrás para que
el hombre conquistara y se afincara en un medio tan hostil, más propio para la
fauna silvestre que para la ubicación humana? ¿Fue la presión demográfica
relativa, fue la huida de la persecución, fue la riqueza de agua y abundancia
de caza? A los ojos del siglo XXI cuesta explicar la conquista de esta tierra por
parte del hombre donde solamente el más denodado de los esfuerzos pudo crear
los artificiales pegujales inmersos en el complejo dédalo montañoso. ¡Cuántas
horas para llegar al campo de labor, cuántas transportando piedra y tierra,
cuántas ingratitudes en los días de lluvia y tormenta, en las pérdidas de
cosechas…! ¿Fue la búsqueda de la subsistencia y el apego a la tierra
conquistada lo que contribuyó a mantener este antrópico paisaje hasta finales
del siglo XX?
El senderista que lucha con el
embarazoso medio reflexiona y le ve sentido a su viaje en solitario. Siente una
especial querencia por esta tierra de sobrecogedora estética, idónea para
contemplar pero no para trabajar. Ahora no es la lucha por sobrevivir, no es
jornada de trabajo, no es día de lluvia, niebla o tormenta; es el ansia de
revivir lo antes conocido, de disfrutar aquello que cada vez menos humanos
aprecian. Es como volver al primitivo mundo de la virginal naturaleza en la que
el hombre parece encontrar sus orígenes. Es el viaje a lo trastocado por las
propias leyes de la naturaleza tras siglos de explotación humana. Es la
comunión del hombre con lo que le rodea, desprovisto de los nuevos medios de
comunicación, con la única compañía de papel donde escribir, de cámara donde
guardar las imágenes de tan grata vivencia, con la mente despejada como el día,
con los cinco sentidos puestos en cuanto
acontece en rededor.
¡No es fácil abrirse camino en el
selvático paisaje; caminas despacio, observas y te sientes observado! No por humanos, sí por los numerosos seres que
habitan el bosque. Aquí ya no llega el pastor de estremecedor silbido con sus
cabras y su perro; ya no llega el labrador con su mula, costales o banastos y
su azada de punta; ya…, apenas hay lugar para el cazador de jabalíes.
El senderista sabe que está cerca
de un pequeño arroyo afluente que discurre sobre lecho pizarroso formando
preciosos charcos. No sin dificultad ha
llegado al mismo y se ha detenido. Conoce el sitio. Como en sueños, ha creído ver una ninfa de las aguas.
Ha sido algo fugaz, la engañosa faz de un recuerdo, una ilusión… Sentado sobre
la orilla contempla el remanso; le parece ver el mundo al revés. Pero no, el
mundo al revés es el que se establece desde el poder del dinero, la
incomprensión y la guerra. Las cristalinas aguas son el espejo donde se miran
el azul del cielo y las blancas nubes, donde se ven reflejados arbustos y
árboles, donde uno puede verse a sí mismo, pensar en el ser, pensar en la
existencia y recordar las cosas bellas.
El senderista, después de beber
las aguas que fluyen en libertad, trata
de buscar nuevos derroteros para continuar su aventura. Como en la vida, es
necesario elegir un camino. Hay caminos sencillos, caminos de riesgo, caminos
que se truncan… ¡son tantos!, largos caminos que no se sabe hacia dónde van…
Una buena opción es descender
hasta el curso principal y continuar por una de las márgenes. Las trochas de
jabalíes en las que no faltan tierras y piedras removidas facilitan el descenso
hasta un lóbrego charco rodeado de alisos que impiden la entrada del sol. Es
una imagen nueva fruto de la evolución natural de los últimos años. Los sedientos
alisos se han adueñado de ambas orillas conformando una verde galería que se
eleva varios metros por encima de la corriente. Es tal su fuerza que impide el
desarrollo no solo de plantas de porte menor sino de la vida en las aguas. Es como el omnímodo poder del dinero en las
sociedades humanas.
El senderista mira y remira el
bosque de ribera, tan verde, tan exuberante, tan dueño del cauce y con aire de
soberbia. De inmediato compara con la vida humana y el parangón le parece
acertado. El lujurioso paisaje es como
la sociedad del poder, el lujo, el dominio y empobrecimiento de quienes están
por debajo. Llegados a este punto, ve egoísmo en la naturaleza como ve en los hombres que acaparan y acaparan o
en aquellas personas que solamente piensan en sí.
Al caminar, un bullicioso
herrerillo ha dado aviso de presencia extraña. De inmediato han salido
revoloteando no menos de diez pajarillos de uno de los árboles. ¡Qué pronto han
entendido el mensaje de peligro aunque el senderista nada intentara sino
fotografiar alguno de ellos! ¡Ay si los hombres comprendiéramos tan rápidamente
cuantos mensajes nos proporciona la vida!
Remontando el curso fluvial se
abre un claro que contornean cenicientas
y duras pizarras en cuyas diaclasas surgen verdes masiegas. Ante el
avistamiento de dos cigüeñas negras en un pequeño remanso caminamos lentos para
tratar de captar una buena imagen. ¡Lástima!; sin darnos tiempo a nada han
emprendido vuelo raso confundiéndose
entre los árboles de la ribera.
¡Qué placer sentarse sobre la
lisa, limpia y sombreada pizarra, ver correr las aguas, escuchar el canto indiscriminado de
paseriformes, oler las cercanas matas de orégano, contemplar el florido
gordolobo y el pulcro verdor de las
orillas frente al oscuro de los encinares de las laderas!
En esta naturaleza en paz y
humano silencio los sentidos captan estampas y aspectos que hablan. Hablan las
paredes abandonadas y los peculiares pasos de escalera; hablan los castaños y
cerezos secos donde el pico carpintero ha realizado su nido; hablan los cantos
de los pájaros y aguas; habla el aire que porta el olor de la jara, del
cantueso, del orégano o la manzanilla de monte que surge en una fisura de la
roca; hablan los líquenes color azufre sobre las ocres pizarras, los amarillos
gordolobos, los verdes contrastados de alisos y encinas; habla el tacto suave
de la pizarra batida por las aguas que impolutas discurren y refrescan nuestras
manos; hablan las caprichosas formas de las buzadas pizarras, las plantas
crasas sobre las mismas y los pequeños
helechos de las diaclasas. Habla la encina solitaria aferrada a la roca como si
de ella se nutriera. Hablan los resecos troncos de las jaras que resisten la
gran aridez sobre el más pobre de los suelos. Habla el sabor fresco de las
cerezas de una finca que de forma acelerada engulle la naturaleza. ¡Cuántos
signos de la naturaleza nos hablan y no los entendemos!
El senderista se siente a gusto
en este lugar mientras fluye el agua y el tiempo; también la vida. Observa y
escribe, fotografía, disfruta y repasa tantas y tantas correrías por el valle.
Por instantes trae a la memoria otros paisajes y personas que con él hicieron camino tiempo atrás.
Fueron tantos los viajes en solitario o en compañía que no puede por menos que preguntarse si
tantos caminos recorridos habrán dejado huella, si la ilusión transmitida
pervivirá en alguna de las personas que le acompañaron como pervive en el
viajero releyendo el paisaje y viendo la
dinámica de los últimos tiempos.
La mañana es bella; el cielo de intenso azul con alguna nube. Allá lejos se
observan varios buitres que parecen dejarse llevar por las corrientes de aire. Aquí
cerca una ruidosa mirla sale de la maleza mientras dos oropéndolas vuelan
raudas entre los alisos.
Es hora de retornar. El sol va
arreciando y las jaras rezuman cada vez más.
¡Retornemos a través de este mundo en soledad, disfrutemos de la
sublime estética y revivamos profundamente cuanto nos rodea!
Junio 2014.
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