lunes, 20 de octubre de 2014

A TRAVÉS DE LAS QUILAMAS



Escribía Fray Luis de León: “Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido”…
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Fuerzas ciclópeas, hombre, fuego y agua han moldeado y dejado al desnudo las entrañas pétreas de  la áspera montaña en la que a trechos se descubren seculares obras de seres apegados a un paisaje de hostil apariencia. Tan anfractuoso y duro que es difícil asimilar las palabras de Fray Luis aun reconociendo que se trata de sendas diferentes. El hombre que conquistó este territorio huyó por la escondida senda para llevar una vida de sudor y lágrimas conducido por una dudosa sabia elección.
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Por senda labrada sobre roca, a trechos aterrazada con negra y ferruginosa pizarra, a trechos simple pie de cabra, hemos iniciado el camino tantas veces hollado por los ágiles pastores del caprino, por agricultores y bestias. A izquierda y derecha del camino principal surgen veredas que llevan a las diseminadas parcelas, a los huertos de ribera, a los encinares provisores de bellotas, ramos y leña, a los jarales y brezales,  a los castaños dispersos, a los estupendos cerezos junto al río, a las higueras  y nogales en las márgenes de los regatos…


El primer tramo del recorrido aparece diáfano con preciosos y esmerados cultivos frente a abandonados bancales y montaraces laderas en las que se funden bosques de quercíneas, espesos matorrales, angulosas pedrizas, deleznables pizarras y elevada estratigrafía rocosa. Agricultores, algunos de avanzada edad, continúan labrando y regando los campos.


Tras poco más de media hora  de ruta, la senda desaparece entre la intrincada maleza de las vertiginosas vertientes. El senderista, indeciso ante tan laberíntico paisaje pero  ávido de reencontrarse con el pasado, piensa en las palabras de Coelho de que el desafío es un riesgo como riesgo es la vida y  se siente estimulado para seguir. Continúa sin trazo definido ya…, a través de la huella animal ya…, retirando las matas que salen al paso. Sortea afiladas pizarras, sube y baja, se sujeta a un brezo,  se impregna de la dominante pringosa jara. Baldías parcelas, paredones de artesana  perfección, viejos corrales, canalizaciones de riego denotan la impronta humana en  este espacio desolado de esqueléticos suelos, roquedos prominentes y  maquía que imprime particular sello en medio de encinas dispersas que  crecen a su antojo sin la intervención del hombre y el ramoneo de las cabras.


¿Qué pudo suceder tantos siglos atrás para que el hombre conquistara y se afincara en un medio tan hostil, más propio para la fauna silvestre que para la ubicación humana? ¿Fue la presión demográfica relativa, fue la huida de la persecución, fue la riqueza de agua y abundancia de caza? A los ojos del siglo XXI cuesta explicar la conquista de esta tierra por parte del hombre donde solamente el más denodado de los esfuerzos pudo crear los artificiales pegujales inmersos en el complejo dédalo montañoso. ¡Cuántas horas para llegar al campo de labor, cuántas transportando piedra y tierra, cuántas ingratitudes en los días de lluvia y tormenta, en las pérdidas de cosechas…! ¿Fue la búsqueda de la subsistencia y el apego a la tierra conquistada lo que contribuyó a mantener este antrópico paisaje hasta finales del siglo XX?

El senderista que lucha con el embarazoso medio reflexiona y le ve sentido a su viaje en solitario. Siente una especial querencia por esta tierra de sobrecogedora estética, idónea para contemplar pero no para trabajar. Ahora no es la lucha por sobrevivir, no es jornada de trabajo, no es día de lluvia, niebla o tormenta; es el ansia de revivir lo antes conocido, de disfrutar aquello que cada vez menos humanos aprecian. Es como volver al primitivo mundo de la virginal naturaleza en la que el hombre parece encontrar sus orígenes. Es el viaje a lo trastocado por las propias leyes de la naturaleza tras siglos de explotación humana. Es la comunión del hombre con lo que le rodea, desprovisto de los nuevos medios de comunicación, con la única compañía de papel donde escribir, de cámara donde guardar las imágenes de tan grata vivencia, con la mente despejada como el día,  con los cinco sentidos puestos en cuanto acontece en rededor.

¡No es fácil abrirse camino en el selvático paisaje; caminas despacio,  observas y te sientes observado! No por  humanos, sí por los numerosos seres que habitan el bosque. Aquí ya no llega el pastor de estremecedor silbido con sus cabras y su perro; ya no llega el labrador con su mula, costales o banastos y su azada de punta; ya…, apenas hay lugar para el cazador de jabalíes.

El senderista sabe que está cerca de un pequeño arroyo afluente que discurre sobre lecho pizarroso formando preciosos charcos. No sin dificultad  ha llegado al mismo y se ha detenido. Conoce el sitio. Como en  sueños, ha creído ver una ninfa de las aguas. Ha sido algo fugaz, la engañosa faz de un recuerdo, una ilusión… Sentado sobre la orilla contempla el remanso; le parece ver el mundo al revés. Pero no, el mundo al revés es el que se establece desde el poder del dinero, la incomprensión y la guerra. Las cristalinas aguas son el espejo donde se miran el azul del cielo y las blancas nubes, donde se ven reflejados arbustos y árboles, donde uno puede verse a sí mismo, pensar en el ser, pensar en la existencia y recordar las cosas bellas.



El senderista, después de beber las aguas que fluyen en libertad,  trata de buscar nuevos derroteros para continuar su aventura. Como en la vida, es necesario elegir un camino. Hay caminos sencillos, caminos de riesgo, caminos que se truncan… ¡son tantos!, largos caminos que no se sabe hacia dónde van…

Una buena opción es descender hasta el curso principal y continuar por una de las márgenes. Las trochas de jabalíes en las que no faltan tierras y piedras removidas facilitan el descenso hasta un lóbrego charco rodeado de alisos que impiden la entrada del sol. Es una imagen nueva fruto de la evolución natural de los últimos años. Los sedientos alisos se han adueñado de ambas orillas conformando una verde galería que se eleva varios metros por encima de la corriente. Es tal su fuerza que impide el desarrollo no solo de plantas de porte menor sino de la vida en las aguas.  Es como el omnímodo poder del dinero en las sociedades humanas.


El senderista mira y remira el bosque de ribera, tan verde, tan exuberante, tan dueño del cauce y con aire de soberbia. De inmediato compara con la vida humana y el parangón le parece acertado.  El lujurioso paisaje es como la sociedad del poder, el lujo, el dominio y empobrecimiento de quienes están por debajo. Llegados a este punto, ve egoísmo en la naturaleza como  ve en los hombres que acaparan y acaparan o en aquellas personas que solamente piensan en sí.


Al caminar, un bullicioso herrerillo ha dado aviso de presencia extraña. De inmediato han salido revoloteando no menos de diez pajarillos de uno de los árboles. ¡Qué pronto han entendido el mensaje de peligro aunque el senderista nada intentara sino fotografiar alguno de ellos! ¡Ay si los hombres comprendiéramos tan rápidamente cuantos mensajes nos proporciona la vida! 

Remontando el curso fluvial se abre un  claro que contornean cenicientas y duras pizarras en cuyas diaclasas surgen verdes masiegas. Ante el avistamiento de dos cigüeñas negras en un pequeño remanso caminamos lentos para tratar de captar una buena imagen. ¡Lástima!; sin darnos tiempo a nada han emprendido  vuelo raso confundiéndose entre los árboles de la ribera.


¡Qué placer sentarse sobre la lisa, limpia y sombreada pizarra, ver correr las aguas,  escuchar el canto indiscriminado de paseriformes, oler las cercanas matas de orégano, contemplar el florido gordolobo y el pulcro verdor de las  orillas frente al oscuro de los encinares de las laderas!

En esta naturaleza en paz y humano silencio los sentidos captan estampas y aspectos que hablan. Hablan las paredes abandonadas y los peculiares pasos de escalera; hablan los castaños y cerezos secos donde el pico carpintero ha realizado su nido; hablan los cantos de los pájaros y aguas; habla el aire que porta el olor de la jara, del cantueso, del orégano o la manzanilla de monte que surge en una fisura de la roca; hablan los líquenes color azufre sobre las ocres pizarras, los amarillos gordolobos, los verdes contrastados de alisos y encinas; habla el tacto suave de la pizarra batida por las aguas que impolutas discurren y refrescan nuestras manos; hablan las caprichosas formas de las buzadas pizarras, las plantas crasas sobre las mismas y  los pequeños helechos de las diaclasas. Habla la encina solitaria aferrada a la roca como si de ella se nutriera. Hablan los resecos troncos de las jaras que resisten la gran aridez sobre el más pobre de los suelos. Habla el sabor fresco de las cerezas de una finca que de forma acelerada engulle la naturaleza. ¡Cuántos signos de la naturaleza nos hablan y no los entendemos!



El senderista se siente a gusto en este lugar mientras fluye el agua y el tiempo; también la vida. Observa y escribe, fotografía, disfruta y repasa tantas y tantas correrías por el valle. Por instantes trae a la memoria otros paisajes y  personas que con él hicieron camino tiempo atrás. Fueron tantos los viajes en solitario o en compañía  que no puede por menos que preguntarse si tantos caminos recorridos habrán dejado huella, si la ilusión transmitida pervivirá en alguna de las personas que le acompañaron como pervive en el viajero releyendo el paisaje y viendo la  dinámica de los últimos tiempos.

La mañana es bella; el cielo  de intenso azul con alguna nube. Allá lejos se observan varios buitres que parecen dejarse llevar por las corrientes de aire. Aquí cerca una ruidosa mirla sale de la maleza mientras dos oropéndolas vuelan raudas entre los alisos.

Es hora de retornar. El sol va arreciando y las jaras rezuman cada vez más.

¡Retornemos a través de  este mundo en soledad, disfrutemos de la sublime estética y revivamos profundamente cuanto nos rodea!


Junio 2014.

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