RECUERDOS VIAJEROS Y NOTAS DE VIAJE: EL MONCAYO.
El tiempo va pasando y cada vez los viajes resultan más escasos. Ante
la ausencia de los mismos nos conformamos con releer lo escrito, ver de nuevo las olvidadas
diapositivas, recordar tiempos pródigos en viajes y lugares de soberbia
naturaleza y cultura.
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Entre las cumbres y sierras del
Sistema Ibérico, ninguna tan carismática
como esta del Moncayo, ninguna tan
recreada por los hombres de letras, desde Marcial al Marqués de Santillana,
Galdós, Leicester, Bécquer, Machado...
Con sus 2316 metros se eleva por
encima de Urbión, La Demanda o Cebollera. Supera igualmente las Muelas de
Albarracín, Javalambre, Gúdar o el Maestrazgo. Emerge con sus seniles formas,
redondeces de vieja geología, entre la Depresión y la Meseta. Se yergue
majestuoso y fronterizo entre Aragón y Castilla, entre la vieja historia de los
reinos de Hispania.
Cubren sus laderas bosques de
encinas, robles, pinos y hayas, naturaleza bravía y fresca que alivia los
rigores del estío y convierte el Moncayo en cotizado oasis de ocio para
navarros, aragoneses, riojanos y castellanos, amén de los que llegan de más
lejanas tierras.
La Dehesa del Moncayo, Parque
Natural de unas diez mil hectáreas, sirve de cobijo a jabalíes, corzos, desmán,
águila real, alimoche y variadas rapaces.
Este
paraíso paisajístico sufre, sin embargo, las embestidas de la actividad
especulativa-recreativa del turismo, urbanizaciones y masificación ruidosa y
depredadora que ponen en peligro estas sierras, símbolo de la “montaña
sagrada”.
VIAJE:
Es una mañana de julio. El
viajero ha madrugado. Salió de Salamanca muy pronto y a eso de las nueve
comienza la conquista de la cima. Es la primera vez que intenta llegar hasta el
final. En otras ocasiones se ha conformado con subir hasta la Virgen del
Moncayo, recorrer bosques y veredas, beber las aguas que brotan de la madre
tierra, contemplar la cambiante faz moncaína, visitar el nacimiento del
Queiles, Veruela, Tarazona…
El caminante, ligeramente
entumecido del viaje, toma la senda de la cumbre. Espera encontrar el ritmo
adecuado y disfrutar caminando y observando, como en otras ocasiones. El
esfuerzo físico no impedirá embeberse de paisaje, de Historia y de leyenda.
Ante los ojos, la pesada solidez
de la montaña, las formas romas dominantes, las pedrizas y la impronta
decrépita del glaciarismo cuaternario. Ante los ojos, los pinos dispersos,
doblados por el viento o achaparrados por los rigores del invierno ponen la
última nota arbórea cerca del circo glaciar de San Miguel.
El camino se endurece con rampas
durísimas y material deleznable. La sed acucia y los caminantes se ofrecen sus
cantimploras. Ya no hay fuente que pueda saciar la sed senderista. Entonces el
viajero piensa en la cantidad de manantiales que pueblan la Sierra. Recuerda
haber leído que estas aguas eran consideradas como una bendición por los
romanos y que ellos las tenían como las mejores de Hispania para templar el
hierro de sus espadas. También recuerda fuentes y lagos misteriosos, propios de
leyenda, como la fuente de los Álamos, “en
cuyas aguas habita un espíritu del mal”. Es la leyenda soriano –becqueriana
de los Ojos Verdes, preciosa historia donde el joven Almenar, Fernando de
Argensola, quedó hechizado por los ojos
verdes de la enigmática mujer que habitaba en sus aguas: “todo allí es grande-escribe Bécquer. La soledad, con sus mil rumores
desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu de su inefable
melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas,
en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la
naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre”.
La mente del viajero vaga por
otros manantiales y lugares para recalar en la fuente y la gruta de los gnomos,
en la historia del pastor y los relatos del tío Gregorio en otra de las leyendas becquerianas: “ Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los
lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaño por su falda y más de una vez
los hemos oído aullar en horroroso concierto, no solo en los alrededores de la Fuente, sino en la misma calle del
lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo. En sus
profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven
unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un
enjambre, y pueblan el vacío y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en
roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles…”
La conquista de la montaña
sagrada colma y resarce de esfuerzos y sudores. El espectáculo para la vista y
el espíritu es grandioso: Urbión, Somosierra, las Ibérico-Levantinas, los
Pirineos en días claros…A los pies, las tierras de Aragón, La Rioja, Navarra y Castilla.
Bajo la mole ingente: Ágreda, Ólvega, Trasmoz, Vera, San Martín del Moncayo…
No es extraño que esta severa y
sólida figura se haya convertido en signo y símbolo para cada uno de los
habitantes de la región. El monte sacro es mirado como Dios benefactor o
colérico, guardián de ocultos poderes, distribuidor de las aguas, de los fríos
y las tormentas.
Su fisonomía cambiante ha
hechizado a propios y extraños. Tan pronto se cubre de veste de seda y algodón
como arropa su desnuda cabeza con toca blanca. En primavera tardía, el verde de
los hayedos ciñe su cintura; en otoño, su ropaje es multicolor: verde, ocre,
rojo, amarillo, marcescente…A veces un luctuoso atavío, refulgente y atronador,
manifiesta el poder amenazador de Zeus.
El viajero descansa sobre el
vértice geodésico mientras deambula visual y mentalmente. De sus soledades y
éxtasis de paisaje vienen a sacarle un variado grupo de senderistas. El mayor
es el jefe de la expedición. Explica mirando en todas direcciones y el grupo
sigue atento a cuanto este entendido montañero dice.
Llegados al lugar donde se
encuentra el viajero se saludan y entablan conversación. Poco después el grupo
tiene un miembro más. Juntos caminan entre los guijarros y toman fotografías;
hablan sobre Ólvega, sobre el Araviana y los Siete Infantes de Lara, el
Queiles, sobre Veruela, sobre los turistas del Moncayo, sobre las brujas de
Trasmoz…
Al rato, en la montaña divinizada
se celebra una ceremonia para iniciados. Todos siguen los dictámenes del
montañés mayor que, investido de los
poderes de “Obispo del Moncayo,” va consagrando y armando caballeros a cada uno
de los presentes con las siguientes palabras:
“Tú eres aquí un altísimo neófito, y yo soy aquí el obispo moncayatino;
recibe de mis manos el acuático, bautismo celestial en rito gótico. Te debo
recordar, homo bucólico, en la cumbre del monte mayestático, fueres soriano,
hispano o euroasiático, que eres ya por mis aguas Pelendónico. En nombre de
este padre “Granibérico”, y en el nombre del hijo, Queiles-Fluvio, y del
espíritu que es el aire circérico, no tirites en marzo, ni sudes mucho en
Julio. El agua de estas nieves, con que bautizo, te libre de ponzoñas por los
siglos, amén.”
Así, los siete neófitos
montañeros, fuimos armados “Caballeros del Moncayo” en la mañana del 13 de julio de 1991.
Como colofón de tan sublime
momento se reparten viandas entre todos. Son abundantes y variadas. Se brinda
con vino especial.
El retorno por el camino andado
se realiza con calma. Abajo, en las fuentes de San Gaudioso esperan familiares
del singular conjunto. Se suceden presentaciones y saludos y una comida
campestre a la sombra del bosque.
Mediada la tarde y tras una
satisfactoria jornada el viajero no
tiene más remedio que partir. Se despide de las nuevas amistades con las que acuerda
reencontrarse de nuevo y se dirige a Sos del Rey Católico donde espera tomar las
notas de viaje y descansar en el Parador Nacional.
Al viajero le esperan días de intensa
labor y disfrute, desde Sangüesa, Leyre, Roncal, la Canal de Berdún, los valles
del Aragón Subordán y del Veral, Torla y Ordesa…
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