jueves, 13 de diciembre de 2012

RECUERDOS VIAJEROS Y NOTAS DE VIAJE: EL MONCAYO


RECUERDOS VIAJEROS Y NOTAS DE VIAJE: EL MONCAYO.
El tiempo va pasando y cada vez los viajes resultan más escasos. Ante la ausencia de los mismos nos conformamos con releer  lo escrito, ver de nuevo las olvidadas diapositivas, recordar tiempos pródigos en viajes y lugares de soberbia naturaleza y cultura.
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Entre las cumbres y sierras del Sistema  Ibérico, ninguna tan carismática como esta del  Moncayo, ninguna tan recreada por los hombres de letras, desde Marcial al Marqués de Santillana, Galdós, Leicester, Bécquer, Machado...

Con sus 2316 metros se eleva por encima de Urbión, La Demanda o Cebollera. Supera igualmente las Muelas de Albarracín, Javalambre, Gúdar o el Maestrazgo. Emerge con sus seniles formas, redondeces de vieja geología, entre la Depresión y la Meseta. Se yergue majestuoso y fronterizo entre Aragón y Castilla, entre la vieja historia de los reinos de Hispania.

Cubren sus laderas bosques de encinas, robles, pinos y hayas, naturaleza bravía y fresca que alivia los rigores del estío y convierte el Moncayo en cotizado oasis de ocio para navarros, aragoneses, riojanos y castellanos, amén de los que llegan de más lejanas tierras.

La Dehesa del Moncayo, Parque Natural de unas diez mil hectáreas, sirve de cobijo a jabalíes, corzos, desmán, águila real, alimoche y variadas rapaces.

Este paraíso paisajístico sufre, sin embargo, las embestidas de la actividad especulativa-recreativa del turismo, urbanizaciones y masificación ruidosa y depredadora que ponen en peligro estas sierras, símbolo de la “montaña sagrada”.

VIAJE:
Es una mañana de julio. El viajero ha madrugado. Salió de Salamanca muy pronto y a eso de las nueve comienza la conquista de la cima. Es la primera vez que intenta llegar hasta el final. En otras ocasiones se ha conformado con subir hasta la Virgen del Moncayo, recorrer bosques y veredas, beber las aguas que brotan de la madre tierra, contemplar la cambiante faz moncaína, visitar el nacimiento del Queiles, Veruela, Tarazona…

El caminante, ligeramente entumecido del viaje, toma la senda de la cumbre. Espera encontrar el ritmo adecuado y disfrutar caminando y observando, como en otras ocasiones. El esfuerzo físico no impedirá embeberse de paisaje, de Historia y de leyenda.

Ante los ojos, la pesada solidez de la montaña, las formas romas dominantes, las pedrizas y la impronta decrépita del glaciarismo cuaternario. Ante los ojos, los pinos dispersos, doblados por el viento o achaparrados por los rigores del invierno ponen la última nota arbórea cerca del circo glaciar de San Miguel.

El camino se endurece con rampas durísimas y material deleznable. La sed acucia y los caminantes se ofrecen sus cantimploras. Ya no hay fuente que pueda saciar la sed senderista. Entonces el viajero piensa en la cantidad de manantiales que pueblan la Sierra. Recuerda haber leído que estas aguas eran consideradas como una bendición por los romanos y que ellos las tenían como las mejores de Hispania para templar el hierro de sus espadas. También recuerda fuentes y lagos misteriosos, propios de leyenda, como la fuente de los Álamos, “en cuyas aguas habita un espíritu del mal”. Es la leyenda soriano –becqueriana de los Ojos Verdes, preciosa historia donde el joven Almenar, Fernando de Argensola,  quedó hechizado por los ojos verdes de la enigmática mujer que habitaba en sus aguas: “todo allí es grande-escribe Bécquer. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu de su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre”.

La mente del viajero vaga por otros manantiales y lugares para recalar en la fuente y la gruta de los gnomos, en la historia del pastor y los relatos del tío Gregorio en  otra de las leyendas becquerianas: “ Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaño por su falda y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no solo en los alrededores  de la Fuente, sino en la misma calle del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo. En sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles…”

La conquista de la montaña sagrada colma y resarce de esfuerzos y sudores. El espectáculo para la vista y el espíritu es grandioso: Urbión, Somosierra, las Ibérico-Levantinas, los Pirineos en días claros…A los pies, las tierras de Aragón, La Rioja, Navarra y Castilla. Bajo la mole ingente: Ágreda, Ólvega, Trasmoz, Vera, San Martín del Moncayo…

No es extraño que esta severa y sólida figura se haya convertido en signo y símbolo para cada uno de los habitantes de la región. El monte sacro es mirado como Dios benefactor o colérico, guardián de ocultos poderes, distribuidor de las aguas, de los fríos y las tormentas.

Su fisonomía cambiante ha hechizado a propios y extraños. Tan pronto se cubre de veste de seda y algodón como arropa su desnuda cabeza con toca blanca. En primavera tardía, el verde de los hayedos ciñe su cintura; en otoño, su ropaje es multicolor: verde, ocre, rojo, amarillo, marcescente…A veces un luctuoso atavío, refulgente y atronador, manifiesta el poder amenazador de Zeus.

El viajero descansa sobre el vértice geodésico mientras deambula visual y mentalmente. De sus soledades y éxtasis de paisaje vienen a sacarle un variado grupo de senderistas. El mayor es el jefe de la expedición. Explica mirando en todas direcciones y el grupo sigue atento a cuanto este entendido montañero dice.

Llegados al lugar donde se encuentra el viajero se saludan y entablan conversación. Poco después el grupo tiene un miembro más. Juntos caminan entre los guijarros y toman fotografías; hablan sobre Ólvega, sobre el Araviana y los Siete Infantes de Lara, el Queiles, sobre Veruela, sobre los turistas del Moncayo, sobre las brujas de Trasmoz…

Al rato, en la montaña divinizada se celebra una ceremonia para iniciados. Todos siguen los dictámenes del montañés mayor  que, investido de los poderes de “Obispo del Moncayo,” va consagrando y armando caballeros a cada uno de los presentes con las siguientes palabras:
“Tú eres aquí un altísimo neófito, y yo soy aquí el obispo moncayatino; recibe de mis manos el acuático, bautismo celestial en rito gótico. Te debo recordar, homo bucólico, en la cumbre del monte mayestático, fueres soriano, hispano o euroasiático, que eres ya por mis aguas Pelendónico. En nombre de este padre “Granibérico”, y en el nombre del hijo, Queiles-Fluvio, y del espíritu que es el aire circérico, no tirites en marzo, ni sudes mucho en Julio. El agua de estas nieves, con que bautizo, te libre de ponzoñas por los siglos, amén.”

Así, los siete neófitos montañeros, fuimos armados “Caballeros del Moncayo” en la mañana del 13  de julio de 1991.

Como colofón de tan sublime momento se reparten viandas entre todos. Son abundantes y variadas. Se brinda con vino especial.

El retorno por el camino andado se realiza con calma. Abajo, en las fuentes de San Gaudioso esperan familiares del singular conjunto. Se suceden presentaciones y saludos y una comida campestre a la sombra del bosque.

Mediada la tarde y tras una satisfactoria jornada  el viajero no tiene más remedio que partir. Se despide de las nuevas amistades con las que acuerda  reencontrarse de nuevo  y se dirige  a Sos del Rey Católico donde espera tomar las notas de viaje y descansar en el Parador Nacional.

Al viajero le esperan días de intensa labor y disfrute, desde Sangüesa, Leyre, Roncal, la Canal de Berdún, los valles del Aragón Subordán y del Veral, Torla y Ordesa…

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