DESDE FUENTES DE ABAJO: PASEO VESPERTINO.
A la heladora noche y frías primeras horas de la mañana ha seguido una tarde soleada, de bello azul celeste y muy agradable temperatura. La tarde invita al paseo y desde Fuentes de Abajo he seguido el camino del río. He pasado el soberbio puente medieval y he comenzado a ascender por el camino de la Viña el Río entre las paredes que protegen los cultivos del viñedo asociado al olivo o al frutal, muchos ya abandonados.
En algunos tramos del camino, bajo las paredes donde no ha penetrado el sol, el hielo blanquea sobre el duro suelo. Los tejados del caserío aparecen iluminados; el Castañar está en sombra; Cancho y Tiriñuelo reciben la alegría del sol vespertino.
He subido hasta los Muros sin pausa salvo para coger almendras de árbol abandonado al borde de la carretera .En los Muros hago un alto en el camino; contemplo la protegida solana bajo mis pies, veo los diminutos cactus y el rusco, los alcornoques y quejigos, los almeces desnudos, el pueblo en toda su extensión y al fondo la masa enorme de la Sierra de Béjar con nieve intermitente en las cumbres. Distingo y escucho el vareo de un olivo bajo el que se extiende una red verde. Al otro lado de la carretera hay un pequeño abrigo rocoso donde crecen diminutos y primitivos helechos y una pequeña culebra se solaza.
Tengo interés en subir entre bancales deteriorados y llegar hasta las zonas impactadas por el devastador incendio del pasado año. Hay tocones de olivos, tiempos atrás olvidados, que comienzan a brotar entre negros matorrales carbonizados. A trechos rebrotes de carrasca, lentisco, cantueso, mejorana, madroño y durillo y al descubierto paredes arruinadas de antiquísimas paratas, tan reducidas que a veces no tienen el ancho de un metro. Desde aquí dirijo la vista al río y el cuidado olivar del Volcán. En la margen izquierda del Alagón diviso el Guijarral, Bajenoso y Risco de la Dehesa , impresionante ladera arrasada por las llamas donde se percibe la que fue gran escalinata cultivada hasta hace pocos lustros.
Sentado sobre un canchal de granito disfruto del sol de la tarde, de las grandiosas perspectivas y de la naturaleza conservada; siento, sin embargo, la nefasta huella del fuego y me sobrecoge e intriga pensar en la magna obra de nuestros ancestros, creadores de un paisaje para la mera subsistencia, tan precario que es difícil imaginar cómo pudieron vivir y cuántos siglos transcurrieron hasta domeñar la tierra.
Comienzo el descenso y me recreo fotografiando y comiendo rojos madroños; observo carriles y zonas hozadas de jabalíes; me detengo ante el brillo de las grandes y tiernas hojas del durillo y ante la manada de pájaros que hay bajo varios olivos. Hay zorzales o charlas, alguna mirla y numerosos insectívoros. Cuando me acerco, emprenden el vuelo y se esfuma cualquier posibilidad de una buena fotografía.
De vuelta a casa, el sol se esconde tras el Pico Castañar, San Esteban se queda en sombra y sobre el Pico el Cancho y Pico Tiriñuelo aún perdura el luminoso Helios.
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