Con los ojos de hoy, al
contemplar tan abrupto paisaje de arriesgadas pendientes, de inmensos pedregales, bolos, caballeras
peñas, escurridizas lajas y lanchones, difícilmente podemos entender, valorar e
interpretar la vida que fluyó en esta tierra cuando las bocas eran muchas, las
necesidades de subsistencia acuciantes y el tiempo carecía del mercantilismo
actual. Y, sin embargo, esta hostil naturaleza, generó recursos desde remotos
tiempos hasta la segunda mitad del pasado siglo conforme a comportamientos nacidos muchos siglos atrás transmitidos de generación en generación. La
fuerza y el ingenio humano con sus animales de carga, narrias, arados
ancestrales, legones, azadones materos, destrales y otras herramientas no
mecánicas domeñó y sacó fruto al bravío paisaje hasta hace pocas décadas. Quizás, en el más lejano pasado, al amparo de
los enormes berruecos, el hombre pudo asentarse y poco a poco ir dominando la
cálida vertiente protegida de los fríos norteños, bien asistida por las lluvias del SO, aprovechar
fuentes, caza y matorrales para el ganado caprino. Más adelante, desde los
núcleos estables, el tránsito diario a los campos de labor se convirtió en
rutina, horas de camino y esfuerzo manual para seguir dominando y conservando
el medio que le proporcionaba alimento.
¿Qué permanece? Se mantiene la
roca madre, a veces solapada por el bosque o el matorral invasor, paredes de bancales arruinados, restos de construcciones dispersas y la estupenda labra de los lagares rupestres
que con avidez la naturaleza oculta. El paisaje que costó siglos conquistar
retorna al estado primigenio y la huella humana cada vez es menos perceptible
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