La proximidad de una viña
familiar me había conducido desde la infancia
a este lugar donde las rocas me parecían enormes y sus formas extrañas
frente a los grandes lanchones y las bolas caballeras. Era una delicia llegar
hasta allí y contemplar los amplios panoramas a la par que intuir la presencia
de algo especial que no sabía qué era.
La querencia del lugar me llevó allí muchos años después pensando que
tal sitio seguramente me deparaba
sorpresas. Fue en la segunda de las visitas, pocos días más tarde de la primera,
cuando una mañana de domingo tuve la fortuna de hallar muy próximos entre sí
dos lagares rupestres. El más cercano al gran bloque, a pesar de estar
enterrado, fue el primero en ser localizado. No hubo descanso por la tarde; sí
la ilusión de escudriñar qué se hallaba bajo aquel manto de tierra y maleza.
Era una lagareta rupestre peculiar a diferencia de otras de la zona, tanto en la pila mayor como en la menor. Era
el primer lagar que encontraba de estas características. Si bien en la mayor de las excavaciones se
veía un lateral ligeramente labrado, el resto aparecía completamente enterrado,
unos quince centímetros de tierra por encima en el caso del pilón. Ni las
intermitentes ráfagas de lluvia me impidieron continuar con mi labor de
descubrir ambas concavidades y fotografiarlas por activa y pasiva así como el
otro lagar, tan cercano, tan visible y que durante tanto tiempo había pasado
desapercibido. Sin duda, fue una jornada emocionante, difícil de olvidar.
Hay circunstancias en la vida en
que la percepción de lo próximo y su diferencia con el entorno, la belleza de
lo que para otros pasa desapercibido, la intuición, la búsqueda de lo intuido y la compañía de la suerte
te deparan satisfacciones que difícilmente entenderán muchas personas,
especialmente quienes fundamentan su
vida en la grandiosidad, en el dinero, en el poder, en la opresión…
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