lunes, 11 de junio de 2018

IDANHA-A-VELHA


Hay lugares tan apartados, tan lejos de la  moderna sociedad, que cuesta creer en su importancia histórica y rico patrimonio. Uno de ellos es Idanha-a-Velha.

Desde Monsanto nos hemos dirigido a Medelin y desde esta localidad a Idanha a través de una vía de dominante recto trazado y sin tráfico alguno. Al llegar a las inmediaciones, nada hace sospechar de lugar tan importante desde época romana hasta la Baja Edad Media. Y es que esta antigua fortaleza y sede episcopal parece haber sido olvidada hace tiempo y alejada de las principales vías de comunicación, hecho que sorprende cuando nos explican que su historia estuvo ligada a la ruta que unía Bracara Augusta, en el norte de Portugal, con Emerita Augusta en la vieja Lusitania. Sorprende también la ubicación, junto al río Ponsul y apenas unos metros por encima del cauce. Sería por ello que construyeran murallas defensivas de tan inusitada robustez y  fábrica tan impecable que habla desde antiguo de los excelentes maestros de la cantería. La muralla, en parte reconstruida y en parte expoliada, adopta un trazado tendente a la elipse con un perímetro superior a los setecientos metros que encierra intramuros el caserío desde los viejos tiempos hasta la actualidad. Llaman la atención una serie de construcciones aferradas a la muralla, de escasa altura y vertientes a dos aguas con desagüe realizado en granito. No menos llamativa es la amplitud de algunos espacios urbanos y el cuidado empedrado de sus calles.

Junto a la iglesia catedral, fruto de las excavaciones, se acumulan numerosos restos desde basas, columnas truncadas, epigrafía en granito y mármol, canalizaciones en granito, bases pétreas que sirvieron para el anclaje de puertas, estelas…  En la parte más elevada del conjunto, al lado de la torre del homenaje templaria, otro campo arqueológico deja al descubierto parte de la primitiva cimentación.  

Idanha es hoy una población venida a menos con  poco más de cincuenta habitantes en la que apenas vemos vida en esta tarde de primavera. Una señora mayor camina con dificultad apoyada en la muleta; otra sestea en los peldaños de la escalera y algo parecido hace un paisano en la casa de enfrente cerca del rollo gótico. Dos personas toman cerveza a la puerta del bar y rompen el silencio que inunda la histórica ciudad.

Antes de partir  paseamos extramuros junto al Ponsul y los bien anclados pasiles; cerca de la puerta norte nos entretenemos observando una cata arqueológica y los restos cerámicos acumulados.


La visita bien merece la pena aunque en esta ocasión fuera imposible ver la almazara y el interior basilical.





























domingo, 10 de junio de 2018

MONSANTO


Escribía José Saramago en su libro Viaje a Portugal: “Hay lugares por  donde se pasa, hay lugares adonde se va. Monsanto es de éstos”.

¿Y quién que haya leído o visto imágenes sobre el lugar no siente curiosidad por visitar tan mágico emplazamiento? ¿Y quién que una vez lo visitó no se siente atraído de nuevo?

Emergiendo desde una llanura irregular, cuajada de pequeñas aldeas y resaltes de menor entidad, un inselberg majestuoso de moles berroqueñas, santificado desde los orígenes, domina un amplio panorama en rededor.

El granito, formando bolos, peñas caballeras, superficies alisadas, curiosas formas, se convierte en protagonista de esta escenografía ciclópea que las fuerzas telúricas elevaron y la erosión fue limando a lo largo de una prolongada historia. El hombre lo convirtió en santuario, baluarte defensivo y lugar donde habitar aprovechando la oportunidad para entretejer un laberinto viario en el que los enormes bloques formaran parte de las paredes de sus casas o sirvieran de cobijo a los animales domésticos. Tal es la magnitud rocosa que el caserío es nimia estructura en esta salvaje naturaleza.

Asentado sobre la falda, el caserío de Monsanto es la cuidada joya de calles empedradas, del sabio uso del granito por parte de los maestros canteros en las  paredes de sus casas, en cada rincón local, en las escaleras de acceso a las plantas de vivienda, en los corrales y pocilgas, en los cercados de los pequeños huertos o parcelas. Una joya impoluta adornada de bellas flores, algún frutal y coronada por rojos tejados que destacan en el paisaje desde kilómetros de distancia.

Cuando acaba el caserío, un camino empedrado asciende hasta la cima donde se halla la ermita de San Miguel, la de San Juan y el castillo cimero, todo ello conformado por esmerados sillares sabiamente acoplados. En diferentes sitios, piedras irregulares acumuladas, tumbas antropomórficas, un gran pilón, escaleras labradas sobre la roca, pequeñas pilas y hoyos de difícil interpretación… Y como si la naturaleza pétrea buscara ser algo más que abiótica materia, se engalana con el humilde matorral y flores que surgen en las fisuras   dando color a las alturas de Monsanto.

El hombre que conquistó y habitó este territorio en la antigüedad seguramente tuvo  fundadas razones para hacerlo aunque el hombre de hoy se plantee numerosas interrogantes. Así Saramago se pregunta:

“¿Qué gente vivió dentro de este castillo? ¿Qué hombres y qué mujeres soportaron el peso de las murallas? ¿Qué palabras se gritaron de torre a torre, qué otras se murmuraron frente a estos peldaños o junto a esta cisterna? Por aquí anduvo Gualdim Pais con sus pies de hierro y su orgullo de maestre de los templarios. Aquí humilde gente sostuvo, con los brazos y el pecho ensangrentado, las piedras asaltadas. El viajero quiere oír razones y encuentra preguntas. ¿Por qué fue? ¿Para qué fue? ¿Habrá sido sólo para que yo, viajero, aquí esté hoy? ¿Tienen las cosas tan escaso sentido?”


Mientras estas palabras recordamos, con la mente en hombres y mujeres afanados, desde tan notable enclave dilatamos la vista entre  aldeas de rojos tejados,  pequeños montes islas y  verdes  cada vez más escasos campos de cultivo de esta  tierra tan cercana y tan atractiva.